He leído con desconcierto algunas opiniones de gente académicamente noble en contra del presunto “marxismo dominicano”. Mi extrañeza no nace de sus posturas sino de la inoportunidad e insensatez de la crítica, más cuando con ella se sugiere su resurrección ideológica. Cuando leí el primer artículo sobre este tópico presumí que se trataba de un desvarío del autor, aturdido, quizás, por el tedio de la rutina periodística. Esa impresión, para mi sorpresa, se fue diluyendo al leer otros no menos influyentes que criticaban, con más sistematicidad, el “izquierdismo populista” que asoma en la República Dominicana. Todavía seguía sin entender, sobre todo por ser tan manifiesta la tiranía del pragmatismo que domina nuestra vida y cultura políticas, huérfanas de toda orientación ideológica. Al enlazar estas opiniones con la realidad contextual, entonces entendí que los sujetos pasivos e implícitos de esas críticas no eran los viejos reductos del izquierdismo dominicano, sino las personas y los movimientos de acción ciudadana. Lo que aún no comprendo es la pobre creatividad de estos genios para la tipificación de tales expresiones. Sus calificaciones, como marxistas o populistas, al movimiento ciudadano lucen más desfasadas que el arcaísmo que algunos de ellos pretenden atribuirle a sus manifestaciones. Estos juicios evocan las tachas prohijadas por el anticomunismo de la guerra fría y el militarismo latinoamericano. Lo risible es que los ataques van armados con exaltaciones a los valores emblemáticos del capitalismo liberal como quien quiere ponerse en buenas con ciertos intereses del poder económico. La conexión de estas ideas con el mismo hilo me ha puesto sospechoso y no dejo de sentirme aludido porque de alguna manera he participado en el activismo ciudadano, y a mucha honra.
No me inmuta cuando gente común acusa al activista ciudadano de recibir dinero de la embajada americana, abrirse espacio público, pretender una posición política, defender un interés especial o “buscar lo suyo”
Les digo a esos amigos que no deben sentirse amenazados por la ideologización de las acciones ciudadanas que reclaman una gestión ética y eficiente del Estado o una protección de los recursos naturales, por citar algunas banderas. No se trata de una contestación sediciosa al sistema, al contrario, es un reclamo para que el sistema realmente funcione. Y es que, al parecer, para esos teóricos existe un romance platónico entre la institucionalidad formal y la real, y que vivimos en una sociedad escandinava donde las sentencias se respetan, los representantes rinden cuentas, la transparencia es un valor supremo del desempeño gubernamental, los poderes públicos son impermeables a los controles políticos, el sistema judicial opera sin manipulaciones, existe un régimen de consecuencias para los servidores públicos que delinquen y nuestro alto empresariado es un dechado de liderazgo solidario y altruista, víctima de las flagelaciones del Estado.
No cuestiono la institucionalidad ni desecho las vías y garantías que el Estado social y democrático de derecho pone a disposición de sus ciudadanos para el ejercicio de su dignidad; al revés, como ciudadano, lucho para que esa institucionalidad opere. Y cuando hablo de acción ciudadana, no aludo al partidismo, otra tacha con la que se pretende invalidar las intenciones de estas expresiones. Siempre existe la maldita impresión de que en la sociedad nadie puede trabajar ni opinar por deseo de que las cosas simplemente mejoren sino por algún interés prestado, una agenda oculta o una expectativa política disimulada. Particularmente no veo como a un extraterrestre a gente que, sin ser mejor ni más buena que nadie, entiende que el sistema político ha colapsado y que cuando el Estado no responde a demandas normales exigen y protestan legítimamente. Estábamos acostumbrados a unos códigos convencionales de protesta de base social matizados por la violencia y la intolerancia. La protesta ciudadana de hoy tiene otras dimensiones y rasgos. Exige y ejercita derechos individuales, colectivos y difusos de forma más creativa, coordinada y articulada. Involucra a otros actores sociales y revela nuevos procedimientos de expresión.
El accionar contestatario o el ejercicio disidente, en ambientes autocráticos y politizados como el nuestro, genera prejuicios y estereotipos. No me inmuta cuando gente común acusa al activista ciudadano de recibir dinero de la embajada americana, abrirse espacio público, pretender una posición política, defender un interés especial o “buscar lo suyo”, pero cuando esos prejuicios provienen de gente presuntamente ilustrada no deja de perturbarme; es un reflejo de cómo andamos. ¿Será posible que para reclamar derechos elementales haya que ser mártir o héroe, comunista o populista? Antes que ciudadanos, somos humanos y tenemos derecho a la dignidad; si reclamarlo supone ser populista, entonces trataré con todo empeño de ser el mejor.
Una dinámica ignorada en los cambios de paradigmas operados en la sociedad no partidaria es la redefinición de la llamada sociedad civil, otro concepto estereotipado. Cuando se habla de sociedad civil en la República Dominicana asoman nombres emblemáticos de las pocas organizaciones que han dominado piramidalmente el diálogo público sobre la base de la misma concentración vertical que se da en la sociedad partidaria. Esas organizaciones han perdido sintonía con la realidad social, y algunas han sido jueces y partes en las agendas nacionales; otras han revelado sus verdaderas intenciones sectoriales. El fenómeno que se está dando hoy es distinto: se trata de que la participación ciudadana emerge de abajo hacia arriba parida de las necesidades de sus propios espacios. Vivimos una intensa horizontalidad de la acción colectiva. Quien está ajeno a esa realidad sigue atado al concepto tradicional de sociedad civil y de espaldas a los procesos sociales. He visto, con profundo asombro, cómo la movilidad de las comunidades de base se articula y organiza de forma espontánea con liderazgos ciudadanos locales.
Lejos de abrigar aprensiones por el fermento ideológico que pueda latir en el empoderamiento ciudadano, esos sectores de opinión deben mostrar preocupación por el clima de inseguridad y desigualdad social vigente en el que los actores tradicionales han sido, por acción u omisión, corresponsables. Eso sí es terrorismo.