En varias ocasiones, nos hemos referido en esta columna a los llamados “poderes salvajes”. Ya el 9 de mayo de 2008, me preguntaba en este diario “¿están preparadas las instituciones dominicanas para resistir las fuerzas erosionantes de la política y el mercado? ¿Puede soportar el siempre inacabado Estado de Derecho que intentamos construir los dominicanos los ‘poderes salvajes’ o ‘inciviles’?
Para responder estas preguntas, debemos distinguir, de la mano de Luigi Ferrajoli, los cuatro tipos de poderes salvajes conocidos. El primer tipo está compuesto por los poderes privados ilegales de las organizaciones criminales nacionales y transnacionales. El segundo es el de los poderes públicos ilegales que se desarrollan en el seno de las instituciones y que son ‘poderes invisibles’ que corrompen el Estado y crean un Estado paralelo y clandestino que socava la legalidad, la publicidad, la transparencia, la representatividad y el control congresional y popular que caracteriza a todo sistema republicano y democrático. El tercero está constituido por poderes privados extralegales, como es el caso de los macropoderes económicos que, ante la ausencia de límites y controles legales, pueden arrasar con los derechos sociales, los intereses públicos y la libre competencia. El cuarto está representado por los poderes públicos extralegales producto del desarrollo de los aparatos burocráticos del Estado clientelar y del hiperpresidencialismo que propician la arbitrariedad y la irresponsabilidad política y administrativa”.
Como lo ha afirmado la Corte Europea de Derechos Humanos, aunque la obligación del Estado “es esencialmente la protección de los individuos contra la acción arbitraria de las autoridades públicas, eso no significa que el Estado sólo se abstenga de actuar en esa forma; además de su obligación negativa, también hay obligaciones positivas inherentes al respeto efectivo de las personas”
Y seguía diciendo en aquella ocasión: “Sin entrar a analizar empíricamente el grado de incidencia de estas cuatro clases de poderes salvajes en nuestro país, basta, por el momento, afirmar que el blindaje institucional es la capacidad del Estado ‘de limitar, si no suprimir, los poderes salvajes legales y extralegales, y, por otro lado, las culturas políticas y las formas institucionales que, por el contrario, secundan y, a veces, legitiman su desarrollo’ (Ferrajoli). Si aceptamos que ‘el poder corrompe y que el poder absoluto corrompe absolutamente’ (Lord Acton) y ‘que todo hombre que tiene poder siente la inclinación de abusar de él, yendo hasta donde encuentra límites’ (Montesquieu), está claro que solo el Derecho está en capacidad de limitar y minimizar los poderes salvajes y asegurar ‘la ley del más débil’. El blindaje institucional se logra entonces por la sustitución del gobierno de los hombres por el gobierno de las leyes y la subordinación de los poderes al principio de legalidad. El control judicial del poder es la máxima expresión de esta domesticación legal del Leviatán”. Para Ferrajoli, “tomar en serio la Constitución supone […] subordinar el derecho a cualquier otro poder no solamente a los poderes estatales sino también los privados”. Ello requiere, según el italiano, “el desarrollo de un constitucionalismo de derecho privado, paralelo al constitucionalismo de derecho público, idóneo para regular los poderes de otra forma absolutos y salvajes que operan sobre el mercado”.
Uno de los instrumentos para lograr la sumisión de los poderes privados a Derecho es asumir que los derechos fundamentales son también “derechos de protección”, es decir, que el Estado no se debe limitar a abstenerse de irrumpir en el ámbito esencialmente protegido del individuo –no hacer-, sino que los poderes públicos tienen también a su cargo, la aplicación directa de la Constitución a la cual esos poderes están vinculados, es decir, la obligación de hacer que consiste en proteger al individuo de intromisiones de terceros en dicho ámbito esencial. En ese sentido, es deber del poder legislativo aprobar las leyes indispensables para concretar, desarrollar y regular los derechos fundamentales de las personas frente a los poderes privados; del poder jurisdiccional de tutelar mediante las acciones constitucionales de garantía fundamental los derechos de las personas frente a esos poderes; y de la Administración Pública de cumplir y aplicar las leyes que garantizan los derechos ante dichos poderes.
Aunque los particulares están obligados a respetar los derechos fundamentales, en virtud del principio de eficacia inmediata y directa de los derechos fundamentales frente a los particulares, muchas veces, principalmente cuando reina un clima de violación estructural de los derechos, lo que la jurisprudencia ha denominado el “estado de cosas inconstitucional”, es materialmente imposible exigir directamente a los particulares, principalmente por la naturaleza de poder privado de esos particulares, el cese de ese estado de cosas. En ese caso, se requiere que sea el propio Estado, en específico la Administración, la que cumpla y haga cumplir la ley en defensa de los derechos fundamentales de los privados. La omisión de este deber de la Administración de hacer cumplir la ley, en particular del deber de protección estatal de las personas frente a los poderes privados, genera un incumplimiento estatal sancionable, por ejemplo, vía el amparo de cumplimiento. Y es que, como bien sostiene la doctrina estadounidense del “state action”, una actuación aparentemente privada debe ser imputada a un poder público, pues detrás de ese acto privado, encontramos, induciéndolo o avalándolo en cierta forma, un poder público. Encontramos ahí tal grado de involucramiento del poder público que resulta entonces difícil defender la naturaleza simplemente privada de esa conducta inconstitucional y violatoria de los derechos fundamentales.
Como lo ha afirmado la Corte Europea de Derechos Humanos, aunque la obligación del Estado “es esencialmente la protección de los individuos contra la acción arbitraria de las autoridades públicas, eso no significa que el Estado sólo se abstenga de actuar en esa forma; además de su obligación negativa, también hay obligaciones positivas inherentes al respeto efectivo de las personas”. En fin, la responsabilidad del Estado por omisión aparece allí donde se ha violado el deber del poder público de protección de los derechos fundamentales de las personas frente a los atentados provenientes de verdaderos y feroces lobos públicos disfrazados de simples inocentes abuelitas privadas.