Hace cuatro décadas y media que se presentó el primer debate electoral de la historia, el 15 de septiembre de 1960, entre John F. Kennedy y Richard Nixon,a través de una cadena de radio y televisión. Y no mucho después, en nuestro país le seguimos los pasos cuandoen 1962 el Prof. Juan Bosch y el Padre Láutico García, a la sazón representante de facto del conservadurismo, se enfrentaron en un debate histórico que selló la victoria electoral del primer gobierno perredeísta.

Desde entonces han corrido muchas aguas bajo los puentes y lo que debió ser el inicio de la práctica de debatir cara a cara lo que se piensa y lo que se propone hacer de llegar al poder, se ha quedado perdido en el tiempo. A diferencia de lo ocurrido en Estados Unidos, y en nuestro propio país en 1962, esta modalidad de hacer política no se incorporó a la cultura política institucional de nuestra vida democrática.

En la Republica Dominicana todavía no hemos creado tradición ni cultura política alrededor de la realización de los debates electorales presidenciales. Una de las razones es porque quien está arriba rechaza exponerse a los riesgos de un traspié o darle ganancia de causa a un opositor desafiante que tenga poco qué ‘perder’ y sí mucho qué ganar.

Los ganadores serían la democracia y el pueblo ya que éste tendría la oportunidad de forjarse un juicio concreto y objetivo sobre el contenido real de lo que se le ofrece a la sociedad

Aconsejado y guiado por conceptos de mercadología política, el candidato puntero rehúsa darle protagonismo e importantizar a quien considera que marcha a la zaga en la simpatía popular.  Y quien está por debajo se aferra a la esperanza de un golpe de efecto que cambie la percepción sobre el ‘ganador’ y así remontar desventajas. En este contexto, nadie da por sentado el debatir de “igual a igual”.

Tenemos, entonces, que a diferencia de algunos de los vecinos de nuestro hemisferio, todavía nos mantenemos reacios a incorporar los debates como parte de los procesos electorales, prefiriendo la confrontación política indirecta a través de los medios y los discursos ante las multitudes.

Tampoco hemos hecho de la orquestación de propuestas un instrumento de racionalidad política que fortalezca nuestra institucionalidad democrática y que promueva los beneficios del voto informado. Hemos dejado que el acto más importante de la democracia, como lo es el voto, sea determinado por la imposición del órgano publicitario más poderoso y la vocinglería mediática de las campañas sucias que exacerban las pasiones más bajas, en lugar de hacer del sagrado acto electoral una decisión racional, inteligente y sopesada.

Siempre he sido partidario de que los candidatos no deben ir ‘vacíos’ a unas elecciones, sin propuestas que presentar y que sirvan de referencia y puntos de comparación para ‘ayudar’ a decidir el voto. Por eso me opongo a que sea solo la publicidad emocional y a la bajeza destructiva las que se adueñen del escenario electoral y de las mentes de los más incautos e impresionables.

Favorezco que la mayoría de los candidatos potencien sus candidaturas sobre la base de ofrecer verdaderas ideas y propuestas reales de gobierno que los comprometa ante el electorado nacional.

Nuestra democracia debería ayudar a promover un voto más concienciado, impulsando y reclamando de los partidos ser más selectivos en la escogencia de candidatos, donde los más capaces y preparados intelectual e ideológicamente, sean los que encabecen y llenen la boleta electoral, en detrimento de quienes representen la mediocridad y solo se apoyen en el uso del poder económico.

En la sociedad de la información y el conocimiento, el pueblo debe obligar a los candidatos a que les proporcionen esa información y conocimiento sobre lo que ellos piensan hacer con la vida y el futuro del país.

Los ganadores serían la democracia y el pueblo ya que éste tendría la oportunidad de forjarse un juicio concreto y objetivo sobre el contenido real de lo que se le ofrece a la sociedad y también tendríamos la oportunidad de aclarar mejor sus perspectivas frente al país.