En Polonia, la derecha ultra conservadora ha retomado fuerza, en los últimos años, con el acceso al poder del partido Ley y Justicia.  Este giro afecta la política del país en todos sus aspectos y también su memoria histórica, con la imposición de una agenda propia con respecto a la enseñanza de la historia. Es tanto así que el gobierno polaco acaba de publicar una polémica ley que penaliza vincular al país con el Holocausto, o sea, con el genocidio del pueblo judío, cuando los más importantes campos de concentración nazis estuvieron en su territorio. Es una forma de reescribir la memoria histórica del pueblo polaco, sin tener cuenta acontecimientos históricos irrebatibles.

La exterminación de los judíos polacos y el papel de los polacos católicos en la Shoa ha generado apreciaciones a veces radicalmente opuestas. Más de 6 millones de ciudadanos polacos murieron durante la segunda guerra mundial, entre ellos 3 millones de judíos. De todos los países bajo ocupación alemana, los polacos afrontaron las condiciones de vidas más difíciles y su resistencia fue una de las más importantes de todos los pueblos sometidos al yugo nazi. Polonia entera lloró sus muertos.

Cabe resaltar, sin embargo, que los polacos católicos perdieron el 15% de su población y que los polacos judíos vieron desaparecer el 90%, y asistieron a la aniquilación total de su universo, una tragedia excepcional en la historia de la humanidad. Es también justo reconocer que 50,000 polacos católicos fueron ejecutados por haber salvado compatriotas judíos y que 6,000 fueron reconocidos por el gobierno de Israel como “Justos entre las Naciones” por su comportamiento valiente.

Sin embargo,  hay verdades que no se pueden borrar. Al antisemitismo polaco de base religiosa que se desarrolló desde el establecimiento de Polonia como Estado, le sucedió -de manera paralela al ascenso del nazismo en Europa- una judeofobia tan virulenta que en los medios gubernamentales de extrema derecha se hablaba de la deportación forzada de los polacos judíos. Solo faltaba entonces por definir el lugar donde se enviarían estos millones de deportados, barajándose como destinos posibles    Birobidján (en la Rusia asiática, cerca de Vladivostok), Madagascar o Nueva Caledonia. Dos pueblos vivían desde hacía siglos uno al lado del otro, pero no con el otro, como ha expresado el premio Nóbel de literatura Isaac Bashevis Singer.

A causa de esta larga historia común de sinsabores, durante la segunda guerra mundial, el gobierno polaco en el exilio, en Londres, tampoco fue sensible a la suerte de sus compatriotas judíos. Este temía perder el favor de la población polaca y chocar con el sentimiento nacional popular y religioso que había contribuido tradicionalmente a la propagación del odio. Dentro de este contexto, adquieren una relevancia particular los actos heroicos de la resistencia polaca a favor de los judíos.

Hay que anotar también que Polonia fue uno de los pocos países europeos que conoció pogromos (saqueo y masacre de poblaciones judías indefensas), como el de Kielce -en 1946- cuando ambos pueblos lloraban sus difuntos luego de la salida del ejercito alemán y el fin de la guerra.

Fue en este país, su país, que mi madre -sobreviviente de la guerra porque había sido deportada al gulag soviético y no a un campo de concentración nazi- al volver a su pueblo natal -Konskie- tuvo que huir de él el mismo día que llegó porque sus compueblanos querían “matar como gusanos a estos judíos que salían todavía de debajo de la tierra.” Lo cierto es que nadie estaba dispuesto a devolver los bienes robados a los conciudadanos judíos desaparecidos durante la guerra.

Polonia salió de la dictadura nazi para caer en una dictadura comunista, que también prefirió ocultar parte de la historia para reescribir una historia basada en el heroísmo polaco que omitía conscientemente de la historia a los judíos como grupo. Fue lentamente, después de la caída del “socialismo real”, que manos judías y no judías, manos jóvenes, empezaron a escarbar debajo de la tierra, del musgo de los muros de las antiguas sinagogas y de las lápidas de los cementerios (en los casos en que las tumbas no habían sido pilladas y los huesos lanzados a los cuatro vientos), a fin de redescubrirlos.

Fue con el restablecimiento de la democracia que Polonia empezó a interesarse en su pasado colectivo para tratar de entender y asimilar lo que les había pasado a los judíos en su propia tierra durante la guerra. La llegada al poder del presidente Andrzej Duda ha frenado estos propósitos.

Da escalofrío saber que, en noviembre pasado, 60,000 personas participaron en Varsovia en una marcha de extrema derecha para celebrar el día de la independencia; que esta manifestación fue declarada “exitosa” por el ministro del Interior, y que su consigna principal fue “Polonia pura, Polonia blanca, fuera los refugiados”. Una de las pancartas exhibidas decía: “recen por el holocausto musulmán”.

Entonces, ¿qué se debe recordar? ¿Qué memoria se debe enseñar?  ¿La memoria oficial, impuesta como expresión de un poder político que, influido por su ideología y sus intereses, glorifica, mitifica o invisibiliza acontecimientos selectivamente?

Para responder a estas preguntas es importante hacer referencia a la definición de memoria que nos ofrece Annette Wieviorka, cuando esta nos dice que “la memoria es la forma en que una colectividad recuerda su pasado y busca proporcionar una explicación al presente, darle un sentido”.

Es por eso que, como afirma Francois Bedarida, sin caer en un culto incondicional de la memoria, “es esencial memorizar las monstruosidades a las que ha llegado el ser humano en lugar de reprimirlas en una amnesia cómplice”. De esta manera, “el valor curativo de la memoria” puede ser inmenso. En este caso, las representaciones del pasado ayudarán a los individuos a su liberación y no a su sometimiento.