“El político piensa en la próxima elección; el estadista, en la próxima generación”-Otto Von Bismarck
El clientelismo es como una rueda indetenible que aplasta méritos, minimiza conocimientos y experiencia, degrada y escupe la dignidad humana, genera desilusiones y cansa la honradez y el buen hacer.
Ahora se desarrolla desde lo estatal (no desde los partidos) para instrumentalizar aviesamente los cargos y funciones de la Administración. Su elemento medular de mediación son las políticas de clientela sentadas sobre el poder político y electoral. Su norma cardinal es la maximización de los beneficios personales y la movilidad social y económica acelerada que difícilmente puede lograrse en el ámbito de las actividades privadas. Es el mercado de las mercaderías políticas.
Es ya habitual que en sociedades atrasadas como la nuestra, cuando un partido de oposición gana las elecciones, se produzcan amotinamientos de sus electores reclamando puestos de trabajo. Un comportamiento que es parte consustancial de una cultura nacional de premiación del voto, pacientemente inducida desde los primeros años en que comenzamos a dejar de ser una aldea caótica, violenta y sin rumbos claros o deliberados de desarrollo.
Jefe político y electores ansiosos de cazar fortunas en tan solo cuatro años. No importan las coyunturas especiales o pandémicas para que el suave término de “desvinculación” suene y se escriba en todas las instituciones con la menor o mayor fuerza. Cuentan pocos las virtudes personales, el conocimiento, los derechos, la ancianidad, las contribuciones al Estado, las recomendaciones atendibles, la carrera administrativa (supuesta coraza protectora), las pensiones merecidas y las fortalezas curriculares. Ante la avalancha de los electores ganadores y la convicción de que ahora nos toca a nosotros, todo prestigio ganado en buena lid en la función pública es puro excremento.
No nos hagamos ilusiones. No esperemos cambio alguno de esta dinámica odiosa y terrible. Ojalá nos equivoquemos, pero no. Apenas alza el primer vuelo de reconocimiento, la administración Abinader nos ofrece abundantes argumentos para persistir en nuestra hipótesis. Dos últimos ejemplos, dejando lo de Kimberly Taveras al margen. La más exitosa “emprendedora” que conoce la historia económica dominicana reciente, según sus propias palabras. Un asombroso desborde del amor propio que puede estar mostrando desajustes de la personalidad algo serios.
Uno de ellos es el ministro de Administración Pública, el señor Darío Castillo. De acuerdo con sus declaraciones, el MAP solo ayuda al servidor público en lo que se refiere a la estimación de las prestaciones laborales. Pero eso puede hacerlo cualquier profesional independiente o el Ministerio de Trabajo, en el mejor de los casos. Si es lo único que compete hacer a ese ministerio, entonces debería encabezar la lista de las instituciones que la actual administración prometió desde sus inicios liquidar, integrar o suprimir. Es tiempo de que el señor Castillo estudie a profundidad la Ley núm. 41-08 y sus reglamentos, y tome nota de todas las importantes facultades, atribuciones y funciones del ministerio que se le ha entregado.
Ese ministerio es el órgano rector “del empleo público y de los distintos sistemas y regímenes previstos…del fortalecimiento institucional de la Administración Pública, del desarrollo del gobierno electrónico y de los procesos de evaluación de la gestión institucional”. El MAP rige o gobierna las direcciones o departamentos de recursos humanos. Y no se excluyen aquí los movimientos de empleados en cualquier dirección, incluida la de mandarlos sin justificación alguna-que no sea la de la lógica clientelar- a engrosar las filas de los desempleados en tiempos de pandemia.
Es asunto de entender correctamente el término rector y sus alcances, no de pagar prestaciones a empleados cancelados. Es asunto de hacer valer los principios de la Administración consignados en la Ley Orgánica de Administración Pública núm. 247-12. ¿A quién se le ocurre que el MAP debe pagar prestaciones? Esa no es la discusión. Es sobre el fortalecimiento y protección de la Función Pública.
Las declaraciones del señor Castillo no son nada en comparación con el comportamiento exhibido por el director del IAD, Leonardo Faña, quien se atrevió a descifrar las promesas del presidente sobre el empleo público como pura mentira coyuntural. Creación deliberada de falsas expectativas. En claro y parece que inadvertido desafío al presidente, el director Faña dijo que este impartió instrucciones para nombrar a todas las personas que ayudaron a ganar al PRM.
Fue una orden del presidente, según sus propias palabras. Recordemos que Faña fue el funcionario que ofreció el mismo sueldo a un gerente y a un subgerente de la Dirección Regional Línea Noroeste, en Mao (Valverde), para dejar conformes a los dos personajes. No solo eso. ¡Puso en manos de estos dos activistas decidir en tres días quién era el gerente y quién el subgerente!
Es el personalismo, el autoritarismo, la burla de la ley, la sinvergüencería politiquera y la afrenta clientelar llevadas a los extremos. Es lo peor de lo que pudiéramos llamar la degradación de la Función Pública.