La promesa es un ejemplo claro de que hacemos cosas con palabras. Independientemente a las múltiples formas en que se realiza, cuando decimos “te prometo que…”, en ese mismo instante, estamos frente una acción que se ejecuta a través del lenguaje; es decir, estamos prometiendo algo a alguien.
John Searle destacó que en la promesa hay una serie de condiciones que deben cumplirse para que el acto de habla sea efectivo; los resumo brevemente sin ser muy exhaustivo: primero, quien promete debe tener la intención de hacer lo que promete a otro. Segundo, la acción prometida debe ser querida y estimada por ambos como posible en el futuro y no como obvia. Digo posible porque puede darse de otra manera, de modo tal que existe la posibilidad de que tanto se haga como que no se haga la acción contenida en la proposición enunciada y debe ser a futuro porque nadie promete sobre el pasado. La acción prometida no puede ser obvia, pues, no tiene sentido prometer lo que sucederá de todos modos.
Tercero, quien promete se siente en la obligación de hacer la acción contenida en la proposición y desea que su oyente reconozca el carácter imperativo y vinculante de su hablar; por tanto, espera que su oyente entienda que está comprometido con realizar lo que dijo. Cuarto, la acción del hablante debe formularse de tal modo que su oyente entienda lo que se le promete.
Estas cuatro condiciones permiten analizar la siguiente situación de la promesa en política. Cuando un candidato nos dice durante la campaña electoral “prometo que si obtengo el poder mejoraré las condiciones de vida”, debo entender de primer plano que esta acción futura de “mejorar las condiciones de vida” está condicionada por su llegada al poder y que sólo es posible a través de mi acción que le ayuda a obtener el poder. Es una promesa condicionada a una acción previa exitosa. Suponiendo que tiene éxito el objetivo de la propaganda política, llega al poder, su palabra está comprometida a “mejorar las condiciones de vida”; pero, ¿qué significa mejorar las condiciones de vida? ¿Quiero efectivamente que mejore las condiciones de vida?
Imaginemos que el político sea sincero y se obliga a cumplir con su palabra y construye una enorme planta nuclear en mi región como parte de su promesa; pero las necesidades no van en ese orden; ¿ha cumplido con su promesa de mejorar las condiciones de vida?
La promesa es también un caso paradigmático de relación entre personas en que la convicción y la fidelidad a la palabra se entrecruzan para mostrarnos la identidad de alguien. La convicción porque detrás de la promesa se suceden una serie de valores morales, creencias y vivencias que la condicionan de modo previo al acto lingüístico mismo; la fidelidad en la medida en que el sujeto enunciador se declara como siendo el mismo en el tiempo.
Si a las condiciones de Searle sobre la promesa como acto de habla, se incorpora la cuestión del acceso a la identidad del sujeto enunciador, bajo la perspectiva de la fidelidad a la palabra, junto a la cuestión verdad-mentira quien no mantiene su palabra dada es para nosotros un falso, no es verdadero y, por tanto, es un mentiroso que niega su persona.
La promesa es el mejor momento para identificar al sujeto verdadero, fiel a su palabra empeñada, del sujeto que no lo es ya que no se mantiene siendo el mismo a través del tiempo.
Lo que se dice sobre la promesa como acto comunicativo en dos individuos concretos, es posible extenderlo a la vida política y pública en las democracias modernas, en donde la palabra es el instrumento de relación por excelencia. Igualmente es extensivo el análisis a las instituciones públicas y privadas en donde no todo depende de una regla escrita, ni tiene que ser comunicado de forma escrita.
En definitiva, la vida en las sociedades actuales en todas sus esferas y dimensiones está edificada sobre el imperio de la palabra y depende de la confianza a la palabra dada. De ahí la importancia de los actos de habla en la comprensión de la propaganda política y de cualquier otro acto comunicativo humano.