Evocando filósofos que son comunes hasta en nosotros los caribeños podríamos, sin miedos, posarnos sobre los hombros irreverentes de Tomeo, Asturias, Iwasaki y ver más allá, “sobre los clásicos”.

Si se deshicieran los tortuosos pasos de ojos, los millares de interpretaciones, los años que lustran las palabras en traducciones y reediciones, tal vez así podríamos leer las grandes incuestionables y reñirlas sin ese respeto sacro y bochornoso.

Por norma común el pueblo no busca lo exquisito, busca lo que le es cómodo, lo simplemente bueno, lo sutilmente simple; ejemplos de más tenemos en los celulares, en los automóviles.

Y si es así, ¿por qué no en el arte? ¿Es acaso que todavía se mantiene el absurdo “el arte es solo para algunos” y no se permite aceptar que el vulgo también disfruta ciertas grandes obras?

Ahora bien; si aceptamos la existencia de la posibilidad de que el tiempo no es una prueba infalible, que no todo lo que nos llega de siglos atrás es total y absolutamente bueno y casi divino; si humildemente aceptamos eso, entonces podemos dudar sobre las razones de la incondicional perfección de ciertas obras que ya son clásicos.

¿Por qué no hay estudios que identifiquen fallas en El Quijote o en La Ilíada (en La Odisea no, porque esta sí es buena) o en Otelo?

Hasta en El Libro de Ezequiel hay errores, y eso que es la obra culmen de la literatura fantástica.

Es bastante extraño que nadie (y al decir nadie decimos ni siquiera Borges) encare los clásicos como un producto humano y más aún como un producto humano que sobrevivió a la “prueba del tiempo”, que fue elegido por la masa durante generaciones.

Sin duda, hay algunos clásicos geniales, obras que por su extraña composición se supieron vender a sí mismas hasta nuestros días y aun tienen enorme vigencia.

Sin embargo hay una serie de factores atenuantes que ponen en tela de juicio la totalidad de estas obras; lo primero es que no todos los poderosos fueron inteligentes o tuvieron buen gusto, lo segundo es que además de ese mecenazgo estas obras tuvieron que sobrevivir al gusto popular que suele desechar lo complejo, lo tercero es que el papel del traductor y del “editor” influye mucho tanto como para trasformar a su gusto cualquier obra, y cuarto: cada lector le añade sentidos al texto. Y si todos consensuamos en la magnificencia de algún escrito, todos veremos detalles casi imperceptibles pero grandiosos; el término correcto sería buscarle la quinta pata al gato.

Nadie discute la grandeza de El Quijote, pero ese es precisamente el problema: Nadie lo hace. Esta crítica no está dirigida a los clásicos, sino a los miles y miles de guanajos que alaban y alaban estas obras; y a los peores: a los grandes que se sientan a pensar pero no tocan la humanidad “sobre los clásicos”.