El moquillo existencial más funesto que hoy atasca el desarrollo nacional es la corrupción y su vil secuela de impunidad. Las evaluaciones de Transparencia Internacional, el Foro Económico Mundial y las últimas encuestas locales de Gallup y Mark Pen así lo atestiguan. Hermano gemelo de tal desvarío es la crisis de credibilidad que sufren los partidos. En gran medida, lo primero es responsable de lo segundo. De ahí que para resarcir el daño y rescatar la moralidad pública será entonces necesario que, de cara al certamen electoral del 2020, al país se le presente un efectivo programa anticorrupción a ser implacablemente ejecutado por un nuevo gobierno.

Para conjurar el flagelo los partidos políticos están emplazados a que produzcan propuestas serias y abarcadoras. Su rol tutelar de la sociedad les asigna la mayor responsabilidad. Sin embargo, los escarceos retóricos que de ellos emanan al respecto hacen predecible que las propuestas correspondientes no serán más que parches y paliativos. (¿Quién fue que dijo que las clases no se suicidan?) Sería pues oportuno y conveniente que fuera la sociedad civil quien les supliera un modelo de estrategia que sirva de base a los programas de gobierno respectivos.

Por supuesto, la creencia de que la manufactura civil de tal estrategia seria pulcra y efectiva podría ser cuestionada. Por aquello de que “no hay corrupto sin corruptor” es dable colegir que la clase política y la sociedad civil son dos caras de la misma moneda. (Las encuestas no miden la credibilidad de la sociedad civil, pero sí de algunas de sus instituciones como la iglesia católica).  Sin embargo, la justificación de preferir el método sugerido es la razonable premisa de que la sociedad civil organizada tendría mayores razones para procurar un manejo ético de la función pública y una mejor escala de valores en la sociedad. Además, conviene su involucramiento si solo para comprobar que una mayor participación política de los diferentes segmentos de la sociedad puede sanear la moralidad pública.

Definir quién debe representar a la “sociedad civil” en la tarea es el primer paso. Los gremios empresariales, las iglesias, las oenegés y las organizaciones sindicales estarían entre los escogidos. En vista de que involucrarlos a todos haría muy compleja la participación y retardaría los resultados, aquí proponemos que sean Participación Ciudadana, FINJUS, Centro Juan XXIII y el CODUE quienes se encarguen. Puesto que el tiempo electoral se viene encima, cada una de estas instituciones produciría, en no más de tres meses, su propuesta de estrategia y de ellas se consensuaría la final. El resultado se presentaría a los partidos en febrero del 2019.

Los alcances de la estrategia deberán concentrarse en por lo menos tres diferentes frentes. El primero tendría que ver con la transparencia y probidad en el manejo de los recursos del Estado, el segundo se referiría al reforzamiento de los valores en los estratos más relevantes de la población (p. ej. los estudiantes) y el tercero con el sistema de evaluación y monitoreo (tanto de entidades públicas como privadas). Lo primero requeriría de reformas constitucionales y de nuevas normativas, mientras lo segundo podría incluir programas docentes, publicidad y actividades cívicas. En cuanto a la evaluación y monitoreo del desempeño deberán crearse observatorios ciudadanos como el de Colombia (http://www.anticorrupcion.gov.co/Paginas/index.aspx) y otros métodos de vigilancia.

Cada una de las organizaciones mencionadas podrá auxiliarse de expertos nacionales e internacionales.  Una amplia literatura sobre el tema esta disponible en el internet y algunos países han incorporado la lucha contra la corrupción como parte de su política exterior, además de que varios organismos internacionales la tienen entre sus prioridades. (La VIII Cumbre de las Americas, celebrada en Perú en abril de este ano, tuvo a la corrupción como tema central.)  Un marco de referencia invaluable son las convenciones anticorrupción de la OEA y Naciones Unidas (http://www.oas.org/es/sla/ddi/docs/tratados_multilaterales_interamericanos_B-58_contra_Corrupcion.pdf y https://www.unodc.org/pdf/corruption/publications_unodc_convention-s.pdf) y los programas que ha venido desarrollando el PNUD en unos cuantos países del hemisferio (file:///D:/Downloads/Programas_Anticorrupcion.pdf).

El FMI, por su parte, ha adoptado recientemente un marco de política en materia de corrupción para trabajar con los gobiernos y ofrece ayuda para revisar las normativas existentes (https://blog-dialogoafondo.imf.org/?p=9170). La OECD, por su parte, ha producido lineamientos para la lucha contra la corrupción en América Latina ((http://www.oecd.org/daf/anti-bribery/programa-anticorrupcion-ocde-para-america-latina.htm). Y un ejemplo que puede servir de referencia nacional es el de México ((https://www.gob.mx/sfp/acciones-y-programas/participacion-programa-anticorrupcion). A nivel de las empresas se puede consultar los trabajos de diferentes consultoras internacionales disponibles en la web (p. ej. https://www2.deloitte.com/content/dam/Deloitte/co/Documents/risk/Desayuno%20Programas%20de%20cumplimiento%20(Sep13).pdf).

A nivel nacional deberá revisarse un proyecto patrocinado por el Banco Mundial en el 2010 (https://sites.google.com/site/proyectoipac/). También los análisis que sobre el tema ha hecho Participación Ciudadana (PC), aunque los mismos han estado centrados en identificar los hechos y no necesariamente en las soluciones. PC representa a la oenegé Transparencia Internacional, la cual es una coalición global contra la corrupción (https://www.transparency.org/country/DOM). Esta podría servir de secretariado a los comisionados propuestos de la sociedad civil. 

Christine Lagarde, Directora Ejecutiva del FMI, dice: “Para ser verdaderamente eficaces, las estrategias contra la corrupción no deben reducirse simplemente al encarcelamiento de gente. Requieren reformas normativas e institucionales más amplias. Al fin y al cabo, la “cura” más perdurable para la corrupción es contar con instituciones sólidas, transparentes y que den cuenta de sus actos.” El FMI está dispuesto a ayudar en la tarea anticorrupción y solo requiere que el gobierno lo solicite, como ya han hecho una cantidad de países. De manera que los comisionados tienen muchas referencias y potenciales colaboradores para emprender la tarea.

Después de elaborada, la estrategia deberá ser presentada formalmente a los partidos para su ponderación.  Estos a su vez deberán discutirla e incorporar en sus respectivos programas de gobierno aquellas provisiones que crean pertinentes o hacer suya la estrategia completa sin quitar o añadir nada. Una institución como el Consejo Económico y Social podría actuar de anfitrión institucional para celebrar un evento donde se entregue el documento correspondiente. También podría servir de soporte institucional a los comisionados.

Lo ideal, por supuesto, sería que todos los partidos firmaran un Pacto por la Moralidad Pública y asumieran simultáneamente los planteamientos de la estrategia propuesta. Pero los comisionados deberán discutir los bemoles de esta medida. Es posible que haya un fácil entendimiento de que es mejor aparentar aceptación para satisfacer los reclamos de la sociedad civil, aunque posteriormente se tire la estrategia al zafacón una vez en el poder.  De ahí que los mecanismos de seguimiento en la ejecución tendrán que diseñarse para que esto no pueda suceder.  Si se fracasa en el seguimiento se fracasaría en la lucha contra la corrupción y la impunidad.