Una situación que afecta el proceso de enseñanza universitaria en nuestro país es la débil relación entre profesor-alumno, caracterizada por actitudes que contradicen lo horizontal del vínculo humano que existe cuando se educa. El aula (física o virtual) se estructura para desarrollar las clases, didácticamente, en un marco de admiración y respeto de justo equilibrio.
Es por ello que el escritorio del docente no es un trono, ni su silla la de un emperador, son simples muebles de comodidad de alguien que sirve. Sin embargo, hay quienes, en trato despreciativo al estudiante, asumen que el respeto hacia el que enseña viene implícito en su abultado currìculum; ya que, un profesional de su envergadura, de su trayectoria, de manera “altruista” (por la poca retribución económica percibida) transmite sus conocimientos. Esta conducta les hace ser prepotentes, excluyentes y lucir inalcanzables. Dan clases, no como profesión, sino por “hobby”, porque, supuestamente, “les gusta enseñar”.
“Ellos son investigadores, especialistas, químicos inorgánicos o físicos nucleares, medievalistas o arqueólogos, (incluyo abogados, médicos, jueces, administradores de empresas, fiscales, diplomáticos, politólogos, mercadòlogos, ingenieros, comunicadores, etc) ¿por qué van ellos a rebajar sus niveles de conocimientos a la mentalidad de un grupo de adolescentes bárbaros? ¡Hay que mantener el nivel! –gritan exaltados-, y ello significa, en la práctica, que dan clases para dos o tres privilegiados, mientras el resto de los alumnos van quedando colgados”. La identidad profesional “debe pasar por un proceso de reconversión, en el que el elemento central consiste en comprender que la esencia del trabajo del profesor es estar al servicio del aprendizaje de los alumnos”. (Esteve S., 2009, p 23-24).
Al final de cuentas la docencia, aún la universitaria, es una función de servicio, es una labor de humildad, radica en no humillar por elemental que parezca esa pregunta, en reconocer la ignorancia como el estado inicial previsible, en aceptar que la primera tarea es encender el deseo de saber, en buscar materiales que les hagan asequible lo esencial, en recuperar lagunas de años anteriores para permitirles acceder a los nuevos conocimientos; porque, al final de cuentas, lo verdaderamente importante son los alumnos. (Esteve S., 2009). Siempre hay que recordar que enseñar al que no sabe está catalogado como un acto de misericordia.
En este contexto, algunos docentes suelen no ceder en acciones como las anteriores, pues lo mostrarían muy débiles y manejables, se inclinan hacia la acrimonia, se cierran como medida de protección a su falta de inteligencia emocional. Si actúan así carecen del carácter y liderazgo requeridos. El estudiante no es su enemigo, es su razón de ser.
“Mi experiencia me dice que los alumnos son seres esencialmente razonables; es posible que, si te dejas, intenten ablandarte y bajar algo tus niveles de exigencia, pero si la razón te asiste y en ella fundas tu propia seguridad, los alumnos saben descubrir muy bien cuáles son los límites” (Esteve S., 2009, p 26).
La enseñanza es un proceso de aprendizaje constante y una de sus principales fuentes proviene, precisamente, de los alumnos. Paulo Freire decía: “Todos nosotros sabemos algo. Todos nosotros ignoramos algo. Por eso, aprendemos siempre. Para enseñar hay que ser humilde y respetuoso del discente. Hay que aceptar las diferencias, respetar los derechos que, como humano, tienes tú y quien enseñas. Ralph W. Emerson expresaba, en un desborde de razón, que “el secreto de la educación reside en respetar al estudiante”.
Por otra parte, el verse, no como el guía o como el “facilitador”, sino como “el que toma las decisiones” ubica al profesor en errados usos de la tolerancia. A veces somos tolerantes, por no ser conflictivos, con conductas impropias (como el plagio o indisciplinas) e intolerantes en reconocer derechos (como la disidencia teórica y la revisión). Se debe tolerar lo bueno y no tolerar lo malo, todo en la firmeza de la justicia. Entre lo bueno y lo malo, se dirá, hay mucho de subjetivo; empero, es sencillo, solo hay que reconocer los derechos humanos.
El aprender es también un proceso emocional y esas emociones pueden interferir con el aprendizaje o pueden reforzarlo. Se olvida que los estudiantes son seres humanos normales, y que, como todo el mundo, se aburren, comenten errores, se distraen, reaccionan mejor a la alabanza que a la crítica (exactamente lo mismo que sus profesores), hacen buen uso de una crítica constructiva si se da en un clima agradable y positivo, y que trabajan mejor con un profesor al que respetan y por el que se sienten respetados. (Morales, 2006)
Es así, que el docente, como evaluador, debe ser como aquel juez…justo, y valorar no sólo por el resultado de un examen, a veces afectado por emociones, sino por todas las muestras concluyentes y satisfactorias del aprendizaje. En ese tenor, un subterfugio, en afán inmenso de justificación por resultados negativos, es el que se expresa de la siguiente manera: “Yo enseñé bien, ellos no aprendieron que es distinto”. Hay que recordar que el objetivo de la enseñanza es que se aprenda. Los profesores deben entender que cuando un estudiante reprueba, se debe abocar a un proceso de reflexión y de autoevaluación del porqué. Y verificar si él, como docente, fue el que, realmente, reprobó.
Morales (2006) plantea que en la medida en que no hay un buen aprendizaje en los alumnos, en esa misma medida no hay una buena enseñanza. Concluye el autor que “hay ya una cierta toma de conciencia de que no se puede actuar desde la creencia implícita de que mi tarea es enseñar, y enseño, y si el alumno no aprende, ése es su problema”. (p. 3).
Cuando el docente universitario robotiza su relación con el estudiante se deshumaniza la enseñanza, lo que se hace es evaluar una matrícula, no a la persona, y cuando el pesimismo produce un “Efecto Pigmalión” (negativo), al asumir que los alumnos son malos, el resultado innegable será un aprendizaje mediocre; pues, se enseñará a maniquíes que no sienten y, al final de cuentas, egresarán profesionales incompetentes, resentidos e insensibles con la humanidad. Mi conclusión es firme: enseñar como humano hace aprender lo humano.