En República Dominicana hay varias razones por las cuales una persona valora impartir docencia universitaria en la carrera que cursó. Los motivos se circunscriben, normalmente, en a) transmitir los novedosos conocimientos de sus estudios de postgrado, así como la invaluable experiencia del ejercicio; b) obtener cierto status profesional y social; c) mejorar el currìculum vitae; d) mantener el estudio constante y la actualización en su disciplina profesional; e) preservar la inalterada “herencia familiar de educadores”; f) emular aquel “buen profesor” que le marcó, positivamente, mientras era estudiante; g) obtener entradas económicas extras a las ordinarias de la profesión (algunos impulsados por ser la única labor compatible con su función oficial, como es el caso de jueces y fiscales); h) materializar ese “sueño infantil” de dar clases; i) sentir que se tiene “vocación de enseñar, de servir”, entre otros.
De seguro, cualquier docente universitario, como en nuestro caso, marque una o varias indicaciones literales de las anteriores como causales para ingresar a la enseñanza superior. Una vez en el aula el docente se enfrasca, por vocación o por el móvil que fuere, en el proceso enseñanza-aprendizaje, y comienza a “dar clases”, a veces rodeado de inseguridades que lo tornar un valladar y otras de extrema ilusión impulsadas por una entrega que, en ocasiones, termina en desilusión por la baja formación o rendimiento de sus alumnos.
Lo que ha ocurrido, como sabiamente reseña Esteve (2009), es que “nadie nos enseña a ser profesores y tenemos que aprenderlo nosotros mismos por ensayo y error” (p 23). Errores que siempre han pagado los estudiantes (nosotros cuando lo fuimos y los nuestros ahora). Es una cadena que debe ser cortada.
En este escenario: ¿es suficiente con tener vocación para enseñar? Desde luego que “sólo se es un verdadero profesional cuando se tiene vocación” (Gichure, 1995, p 210). Ahora bien, para enseñar no basta con querer enseñar y tener dominio absoluto de lo que se enseña, hay que saber enseñar, hay que tener didáctica. Es la gran dificultad. El sistema, en principio, no se ha preocupado porque el que enseñe en una universidad sepa enseñar, sino que sepa de lo que enseña. García Garrido (1999) afirma que no todo el mundo sirve para esta profesión, en contra de lo que tan a menudo se cree; hace falta tener el perfil personal adecuado.
Suele ocurrir, erróneamente, que se vea la docencia superior como un arte, como un estilo propio producto de una vocación con la cual se nace, que no se está frente a una profesión por sí sola. Que lo que importa es la práctica sin las rigurosidades científicas.
“Seguimos entendiendo que la enseñanza tiene mucho de arte, sigue prevaleciendo la idea de que “a enseñar se aprende enseñando” y huelga, por tanto, cualquier tipo de formación para ello. Para muchos profesores universitarios la enseñanza es un arte y no cabe, no tiene sentido, intentar buscar regularidades ni normas basadas en evidencias pues las acciones docentes son variadas e imprevisibles. De ahí se deriva la idea tan extendida de que no existe “doctrina” o teoría” posible sobre la enseñanza, sino que los buenos docentes nacen de la práctica. ¿Para qué formarse, entonces? Basta con tener experiencia”. (Zabalza, 2009, p 73).
Sostengo que la experiencia es un gran soporte, pero, por sí sola, no da esas garantías. La docencia ha evolucionado mucho desde Comenius (Padre de la Pedagogía) hasta nuestros días, fundamentalmente, con el aporte de otras ciencias en los métodos, en lo técnico, estratégico, psicológico, social, político, cultural, tecnológico y científico.
Zabalza (2009) concluye, en respaldo a nuestra tesis, que así, poco a poco y no sin dificultades, muchos profesores fueron experimentando metodologías y formas de organización de los procesos docentes que consiguieron debilitar el statu quo y las rutinas tradicionales, entre ellas, particularmente destaco, el famoso dictado, los exámenes de desarrollo en “papel ministro” (totalmente subjetivos e injustos) o aquéllos con distractores y acertijos (ganchos) que ofuscan al más aventajado.
Definitivamente, la enseñanza tiene mucho de arte, pero su estudio y mejora tienen que hacerse a la par de los criterios científicos de regularidad y previsión. De ahí que el concepto de “ciencia” o “científico” aplicado a la enseñanza debería ser tomado como un “continuum” de condiciones cuya presencia o ausencia marcaría el estatuto epistemológico de las ideas y actuaciones en juego. (P 74).
La docencia universitaria es inherente a ese deseo de enseñar, por eso debe ser una profesión con vocación. Aunque el tener vocación por la enseñanza no te hace profesor, es una parte de un todo, es el impulso que te lleva a la titularidad. La vocación necesita la profesionalización para su efectiva materialización. Podrás tener la vocación de ser dentista, pero para serlo deberás estudiar odontología. De la misma forma, podrás tener la vocación de enseñar, pero para hacerlo deberás capacitarte, con requerimientos técnicos y científicos, para ello.
Lo peor que puede ocurrir, y ocurre, es querer ser o ser docente universitario sin formación pedagógica, sin didáctica y sin vocación. Ese es un gran desafío para nuestro sistema de educación superior.
Este es el primer artículo de una serie de cuatro en los que reflexiono sobre la labor del docente en las instituciones de educación superior en nuestro país. Los trabajos han sido titulados bajo el encabezado general de “Ser profesor universitario” seguido del subtítulo correspondiente, a saber:1) más allá de la vocación; 2) falta de identidad profesional; 3) una profesión de humanidad; y 4) su compromiso.