(A Fausto Rosario Adames)

“¿Pero acaso una persona culta podría haberse
preocupado por las salvajes creencias de gentes
que adoraban  una serpiente?..”.

Alejo Carpentier
El reino de este mundo

HERMINIA

Ahora Emilio y yo estamos en esta casa grande y limpia como la iglesia del pueblo. Para algunos esto podrá parecer un sueño dichoso o el final de una historia feliz, porque antes éramos muy pobres, tanto que al recordarlo casi asoman dos lágrimas a mis ojos. Emilio y yo estamos muy viejos y aprisionados por la inconformidad. A pesar de lo que muchos puedan creer, no estamos conformes con  nuestro destino, No es que  nos hubiera gustado morimos en aquella pobreza tan  incidente, ni que no nos guste esta casa grande y limpia. No. Es que quisimos que todo ocurriera  de otra manera, que esta abundancia hubiera sobrevenido de otro modo, sin que nuestras hijas echaran por el suelo nuestros principios. Sí, porque aunque éramos muy pobres teníamos algunos principios, y hoy no tenemos nada, excepto todos estos años y esta casa en la que apenas caben nuestras inconformidades.

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Ahora Emilio y Herminia recuerdan con memoria juvenil el día en que don Secundino Burgos les propuso que se mudaran  para Ciudad Paralela bajo el criterio de que allá la tierra era menos ingrata y que probablemente en este lugar se morirían de hambre. Don Secundino también les dijo que allá tenía un rancho y un fundito generoso y que gustoso se los entregaría si decidían marcharse para aquella ciudad.

Herminia quiso resistirse pero Emilio la convenció sin muchos argumentos. De inmediato la mujer se puso a preparar los enseres indispensables para la partida. Ofelia y Petronila, las dos pequeñas hijas, no tenían el grado de conciencia suficiente para aprobar  o rechazar aquella aventura que sería la gran oportunidad de sus vidas. Con el dinero de la venta del último cerdo que les quedaba, Emilio alquiló un camioncito chocheante y cadavérico y junto a su pequeña familia se marchó para Ciudad Paralela. El viaje fue largo y torturante para Emilio y su mujer, pero las niñas, en cambio, iban relajadas y alegres, como si para ellas el destino final de aquel viaje fuese el cielo. Por suerte para el chófer y los viajeros el enfermo aparato llegó sin contratiempos hasta el lugar donde se iniciaba un estrecho y largo camino que los extranjeros debían transitar a pie o a lomo de bestias, pero como no disponían de este último mmedio de locomoción tuvieron que utilizar el primero. Antes, Emilio le entrego al conductor el importe acordado y éste se marchó de inmediato y a toda prisa, llevando en la conciencia el remordimiento de haber abandonado aquella familia al borde del infierno

Al inicio del camino había una sola casa, mucho más precaria que la que ellos habían abandonado en su ciudad de origen. De la vivienda afloró una mujer de aspecto magro y mirada volátil. De inmediato Emilio la abordó “Señora, ¿es por aquí por donde se llega a un rancho que hasta hace poco habitaba un hombre llamado Secundino Burgos?

“Si, es por ahí”

“¿Y queda muy retirado?

“Queda exactamente al final del camino, un poco más allá del rio; del otro lado está el pueblo”

Todos guardaron silencio. Luego la insólita mujer preguntó: “¿Y qué los anima a ustedes a trasladarse a ese lugar de donde todos los extranjeros regresan abatidos y apenas con ánimo solo para morirse?”

Nadie contestó. Con el ánimo a  ras de tierra, Emilio miró el rostro mudo y frustrado de Herminia y a las niñas que parecían más felices que de costumbre. El hombre solo tuvo fuerzas para preguntarle a su interlocutora: « ¿Usted puede aguantarnos estos trastos aquí hasta que yo vuelva por ellos, hoy por la tarde o mañana temprano?»

«Claro que sí», dijo la mujer, al tiempo que hacía un gran esfuerzo por tragarse su propia sonrisa, consciente de que aquella gente no volvería por sus cosas, como no habían vuelto por sus pertenencias los tantos peregrinos que habían emprendido aquel camino, los que al regresar rumbo a su ciudad de origen ni siquiera recordaban que habían dejado algo allí. «Vayan con Dios», volvió a decirles a los forasteros, al tiempo que se iba introduciendo en su refugio como un animal en su madriguera.

Emprendieron el camino hacia el destino trazado porque no podían echar hacia atrás. Si el camioncito y su chófer hubiesen estado allí, con toda seguridad habrían regresado; pero ahora era tarde. Caminaban. El camino era largo y flaco, tapizado por un polvo ocre y con abundantes trozos de tierra endurecidos, como el alma del lugar. Emilio y Herminia iban silenciosos, mirando sin ver los árboles delgados, pequeños y espinosos, y sólidamente maquillados por el talco amarillo del camino. A lo interior de la mujer crecía un volcán de reproches contra el marido, quien iba pensando en cómo conseguiría el dinero para el rápido regreso. Las niñas, en cambio, iban felices, a veces deteniéndose a dibujar geometrías sobre el polvo, o a imitar los cantos tristes de algunos pajarillos que agonizaban de hambre y sed. A pesar de sus caritas quemadas como frutas al sol, las niñas resplandecían de alegría.

La tarde moría sofocada por las primeras sombras de la noche cuando llegaron al rancho que les había cedido don Secundino. Casi moribundos por el hambre, la sed, el cansancio y la insolación, se derribaron unos sobre otros en un rincón de su nueva casa, cual animales abatidos. A pesar de la muerte del día, Herminia sentía que el calor que aprisionaba aquella casita probablemente fuese más avasallante que el que albergaba el infierno que allá en su ciudad de origen predicaba el cura Pelagio Almonte. Emilio y su mujer todavía no se habían dirigido palabras desde el momento en que emprendieron el trayecto a pie. Mientras el hombre sentía pena y frustración, a Herminia el rencor contra Emilio le había amordazado la lengua y el corazón, y las lágrimas, que tal vez hubieran servido para lavar aunque fuese un poco sus pesares, no asomaron a sus ojos, como si el sol del camino le hubiera bebido el agua del cuerpo.

Su única vecina, la mujer desaliñada que acudió a indicarles que aquella era la casa que los esperaba, se presentó con algunos pedazos de batata,  más duros que los terrones del camino. También les ofreció medio galón de un agua verdosa que parecía caldo de cultivo de renacuajos. Los recién llegados comieron y bebieron con avidez, como si lo ingerido fuese una rara exquisitez gastronómica. La mujer compasiva, vivo retrato de una de las plañideras de Darío Suro, les dijo: «Estoy muy contenta de que ustedes hayan venido. Desde hace muchísimos años están viniendo y yéndose gente, pero nunca como desde que se marchó la última familia esta casa había durado tanto sola. Don Secundino tuvo razón al decirme que yo no estaría sola por mucho tiempo, que alguien querría venir a hacerme compañía después que él y su familia no estuvieran».

Emilio y Herminia cruzaron miradas. No se dijeron nada, pero cada uno sabía que el otro pensaba que se trataba de una pesadilla, pero de una pesadilla real. La otra mujer no era más que una sombra larga y negra que se alejaba, al tiempo que les decía a sus vecinos que si necesitaban algo solo tenían que llamarla, que no importaba la hora porque hacía muchos años que no dormía. A pesar de la dureza de las tablas del piso de la casa que parecían costillas de hierro, durmieron como santos hasta que la luz del sol de la mañana los despertó arracimados como víboras. Minutos después, la extravagante vecina tocó la puertecita frontal de la casita que ocupaban sus nuevos amigos: traía más batatas duras y más agua verde. Emilio y Herminia comprendieron que la pesadilla apenas empezaba; las niñas, en cambio, nunca habían sido tan dichosas.

Consagración

Ofelia entró imponente a la enramada donde se celebraría el consabido ritual. Todos aplaudían con devoción alcohólica y fanática: ella era la reina de la danza. A seguidas el palero mayor empezó a atacar suavemente su enorme tambor. Cuando entraron los tamboreros menores, ya el tamboreo mayor golpeaba con gran violencia su instrumento, al tiempo que interpretaba un canto en honor a Damballah y a otras divinidades menores. Muchos concurrentes de ambos sexos, desde niños hasta adultos de muy avanzada edad, danzaban eufóricos y en redondel alrededor Ofelia, la danzarina mayor, descalza y cubierta por una túnica blanca y ancha, el pelo abundante y libre sobre el marco cobrizo de su espalda y una serpiente negra alrededor del cuello. Ese día la muchacha hizo un despliegue mayor de gracia y erotismo. Todos los varones verticales deliraban porque ella los cubriera con sus virtudes carnales, pero nadie se atrevía a tocarla, algunos por respeto a su alta investidura; otros, por temor a sus protectores invisibles, aunque siempre presentes; aquéllos,  porque sabían que ella tenía marido: un caballo grande y negro que la cubría por las noches. Ese día la nombraron a unanimidad La Reina de la Cofradía del Sombrero Negro.

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Al día siguiente de su llegada, Emilio salió en busca de trabajo. Tardó mucho en encontrar ocupación útil, pero por suerte él y su familia, subsistían gracias a las batatas duras y al agua verde que les facilitaba su vecina. Después de algunos meses, Emilio empezó a relacionarse con los pescadores del lugar y pronto comenzó a acompañarlos en sus travesías pesqueras y borracheriles.

A veces regresaba tarde y con algunos peces flacos y leprosos que enriquecían la imprescindible dieta de agua y batata. Así fueron adaptándose a su nueva miseria, al tiempo que pasaban los meses y Petronila y Ofelia crecían, aunque flacas y tiñosas como los peces que llevaba su padre. Las muchachas se pasaban los días ayudando a su madre en los escasos oficios domésticos y junto a ésta se empeñaban en hacer alumbrar el pequeño fundo que se iniciaba al fondo del patio trasero de la casa, pero apenas lograron criar algunos tomatitos y unos repollitos esmirriados, los cuales hicieron menos precario el menú de batatas, agua y pescado.

En aquel lugar llovía muy poco. El sol era despiadado y la gente flaca y crapulosa como los peces que alumbraba el río. A pesar de aquello, Emilio y Herminia se adaptaron como animales viejos y cansados. Solo empezaron a notar los muchos años que llevaban allí cuando descubrieron que a sus hijas les habían crecido los pechos, no enjutos como los repollos y los tomates del huerto, sino floridos, erguidos y suaves. Pronto los encantos de las muchachas convocaron la presencia en la casa de varios hombres. Algunos de los pretendientes tenían algún potrero con tres o cuatro cabezas de vacas flacas como sus dueños; otros poseían alguna yuntita de buey y un pedacito de tierra en el que solo se daba la hierba mala, a pesar de las oraciones y las esperanzas; aquel tenía tres o cuatro burros para acarrear la leña hasta la pequeña panadería que quedaba distante; éste apenas poseía una atarraya y un chinchorro para pescar en el río enfermo donde también lo hacía Emilio. Entonces fue cuando Herminia, quien siempre estuvo un poco menos resignada que su marido, le dijo a éste: «Debemos regresar. Aquí las muchachas se nos van a enganchar a cueros; se nos van a echar a perder, y mira que ellas son nuestra única esperanza para cuando estemos viejos» «Si han de ser putas lo serán de cualquier manera, aquí o allá; eso se lleva en la sangre como cualquier virus», dijo Emilio, de forma cortante.

No tardaron mucho para enterarse de que la Petronila era el embullo de algunos hombres del lugar. Como el negocio de Emilio había mermado debido a que los peces eran cada día más pequeños y ulcerosos, y como la Petronila solía llevar de vez en cuando algunos pesitos, el hombre y su mujer no tuvieron fuerza ni carácter suficientes para regañar a la muchacha. Además, ya estaban casi convencidos de que lo que estaban viviendo era una cuestión de destino. Lo confirmaron días después cuando se enteraron de que  Ofelia era la danzarina principal en unos bailes—rituales que se efectuaban del otro lado del río, en honor a un hombre que hacía casi un siglo  había muerto y que sin embargo era un Dios, así como en ofrenda a un tal Damballah. Les dijeron que su muchacha bailaba casi desnuda, con una serpiente enredada al cuello y que los presentes le cantaban y le oraban al animal con más devoción que la profesada por los católicos a la Virgen de la Altagracia.

«Solo esto nos faltaba Emilio. Nosotros que nacimos católicos, apostólicos y romanos, tener que  soportar que nuestra hija más pequeña se consagre a una religión  que adora a una serpiente y a un Dios que es un hombre muerto; esto es peor que lo de Petronila», dijo la mujer.

«Es el destino, Herminia; es el destino», decía Emilio, al tiempo que llevaba a su boca la botella ron.

“Pero algo hay que hacer, Emilio, algo hay que hacer”, volvió a decir la mujer.

Pero nada hicieron. El río, casi deshidratado por completo, se había negado a obsequiar sus frutos, por lo que el negocio de Emilio colapsó. Sin embargo, de repente empezaron a vivir una abundancia milagrosa: la Petronila seguía trayendo sus pesitos cada vez más rendidos y algunos miembros de la cofradía que dirigía Ofelia empezaron a enviarles  arroz, habichuelas, maíz, maní, panes blancos, así como trozos de carne de res cruda y cocida. Aquellas provisiones parecían venir de lugares lejanos donde la tierra era madre buena. Los obsequiantes hacían aquello como expresión de agradecimiento a su reina, por su virtuosismo de bailarina y por la devoción a sus dioses. Ofelia aprovechó aquellas circunstancias para reparar la casita en que vivían y edificó un altar en el fondo del patio, exactamente donde iniciaba el pequeño fundo que ya era incapaz de ofrendar siquiera aquellos repollos y aquellos tomates tan precarios. Emilio y Herminia tuvieron que presenciar, en silencio y sin quejarse, a su hija más pequeña danzando como una hetaira junto a un grupo de seguidores de ambos sexos, al compás de los golpes de manos de tres hombres morenos contra tres tambores azules.

El tiempo pasaba y a Herminia y a Emilio no les faltaba casi nada. Sin embargo no estaban conformes. Querían regresar, pero no tenían fuerzas para hacerlo por ellos mismos. Tuvieron que permanecer allí, resignados a contemplar la forma como sus hijas echaban por el suelo y pisoteaban sus principios.

Emilio

Años después Ofelia y Petronila decidieron regresarnos sin considerar si nuestras fuerzas eran suficientes para emprender el camino de vuelta. Pero no nos trajeron para complacer nuestros deseos de no morirnos allá, sino que lo hicieron por sus propias conveniencias, porque aquel lugar le quedaba pequeño a sus ambiciones. En principio nos instalamos en lo que quedaba de nuestra antigua casa. Días después, Petronila se serenó con un extranjero blanco y rico y se fue para el país de éste. Ofelia montó aquí su propio altar y organizó su cofradía. Entonces decidieron traernos para esta casa grande y blanca. Pero no estamos conformes; a Dios que nos perdone.