“Pocos ven lo que somos, pero todos ven lo que aparentamos”Nicolás Maquiavelo.

 

Si algo bueno tienen los actuales procesos de enjuiciamiento de los infectos de las pasadas administraciones de Danilo Medina y de algunos de la presente, es que ponen en claro relieve avispados recursos para burlar o violar el orden legal establecido. Algunas veces estos nos parecen burdos, tremendistas y desafiantes, como si tuvieran el más irrestricto apoyo de la autoridad política superior. Otras, se presentan como individualmente ingeniosos y desbordantes en cuanto a los objetivos: literal expoliación del Estado con cientos y miles de millones de pesos de los contribuyentes.

No había límites. Atrapar las máximas cantidades posibles de los fondos de los fondos públicos para procurarse niveles de bienestar material característicos de jeques y príncipes orientales, en momentos en que millones de dominicanos enfrentan condiciones de vida deplorables, por no decir miserables.

El caso del procurador general mueve a una profunda reflexión. Lo conocí cuando era como una especie de vocero legal de un grupo económico poderoso, allá en la segunda mitad de la primera década del siglo que corre. Reflexivo y con una aparente sólida formación base, defendía los intereses de ese grupo como si fuera un oficial de la Wehrmacht hitleriana. Gustaba aparentar corrección en las formas y coherencia legalista, sin dejar de ser altanero y dominador. Nos causó la impresión de una persona ambiciosa, pero correcta. Fino en las maneras y desproporcionado en la protección de los intereses privados que representaba. Directo, pero al mismo tiempo cauto hasta el silencio. Inclinado a buscar términos medios para procurar resultados que mostrar, aunque fueran irrelevantes.

En todo ello me pareció atisbar un rasgo de su personalidad preocupante: disfrutaba abrir brechas morales en el interlocutor a cualquier precio y para ello solía dividir en partes proporcionadas y convenientes su compleja personalidad. Debía mostrar la eficiencia y eficacia que otros, detrás de su sombra, esperaban. Estos recuerdos casi remotos, que configuran un hombre atrevido, formado y más hábil que inteligente, parecen no compaginar con la seriedad y dimensión maléfica de todo lo que hoy se le imputa. Imputaciones que dañan para siempre no solo su reputación, sino también sus ambiciones políticas.

Pacientemente, superando quizás algunas dificultades en el camino, bendecido por la suerte y los despropósitos nunca declarados de su benefactor político, de repente llega a ocupar el gobierno de un importante organismo del Estado (CEI-RD). Sí, en principio era un defensor del interés privado frente al Estado, ahora, de repente, se convertía en supuesto bienhechor de los intereses del Estado.

Siguió a la cima. La realidad es que en sus vidas, los hombres conocen a veces saltos de progreso inesperados. En su caso, digamos, fue un brinco revolucionario. Sin antecedentes como jurista, sin libros o ensayos publicados en ninguna de las disciplinas del Derecho, sin noticias de él en los tribunales ni siquiera en calidad de pica pleitos, el presidente lo designa como procurador general de la nación. Ya conocemos la trascendente misión del cargo: controlar y perseguir los crímenes y delitos de cualquier naturaleza.

 En ese momento, Odebrechet llameaba y las ramificaciones de sus incandescentes sobornos parecían llegar a todas partes. Tan lejos, que se sentían en las mismas calderas de la famosa planta de Punta Catalina.

Debíamos tener a un compañero de confianza para encauzar un proceso complejo con serias implicaciones políticas e inevitables y terribles daños a reputaciones artificialmente ganadas. El hoy residente en Najayo reunía todas las condiciones, tanto afectivas como políticas y morales.

Cuando leímos hasta la última página la solicitud de audiencia para conocer medida de coerción y declaratoria de complejidad del proceso en cuestión, avanzada por la Pepca, inevitablemente llegaron los recuerdos.

¿Este es el joven que conocí en representación  de unas empresas privadas? ¿Habrá sufrido alguna terrible metamorfosis moral en todos estos años o fue que sus ambiciones personales desbordaron inconscientemente aquellos límites razonables que todo hombre de bien está obligado a observar en  a cualquier circunstancia?

Podemos pensar que un ministerio o una dirección general pueden ser convertidos en una estructura criminal. Eso ha ocurrido muchas veces, aunque no siempre lleguemos a conocer los detalles. Pero, ¿cómo puede ocurrir que el Ministerio Público, encargado de la formulación e implementación de la política criminal del Estado,  que todos sabemos es a la vez uno de los principales garantes del fiel cumplimiento de la Constitución y del ordenamiento jurídico subsecuente, fuera convertido por un hombre de la mayor confianza y afectos del presidente en una estructura criminal sofisticada y malévola?

No solo para ocultar o manipular políticamente las evidencias presentadas por Brasil en el caso Odebrecht. También para organizar concienzudamente una estructura criminal propia con la implícita finalidad de sustraer cientos de millones al Estado.

 Lo de los plátanos en la caja fuerte, que si no es brujería es desfachatez extrema, y lo de la falta de poder fáctico del acusado para destruir pruebas (destruyó el 80% del legado histórico de la Procuraduría) y merecer por lo menos prisión domiciliaria, no es más que un intento para sustraer nuestra atención de las firmes evidencias presentadas por la Pepca en el mencionado recurso de solicitud de medida de coerción y declatoria de complejidad.

 Sus abogados, que paradójicamente son pagados con el dinero de los contribuyentes, no han dicho una palabra sobre tales evidencias; no refutan pruebas, que ellos admiten que se tienen; más bien, como en el caso de las defensas de los asesinos en serie confesos, tratan de buscar intersticios jurídicos aparentemente lógicos y convincentes, no para exculpar, sino para por lo menos minimizar la espantosa carga de las culpas.

 Creo, con Robert Green, que la gente que nos rodea, incluso nuestros mejores amigos, siempre serán, en cierta medida, misteriosos e insondables. Nadie parece conocer a fondo a nadie, lo cual, según este autor, puede resultar perturbador. Contrastando mis recuerdos de aquel abogado joven con el ex funcionario que nos presentan hoy, encargado de controlar y perseguir el crimen, no puedo menos que darle toda la razón a Green.

Confesamos: estamos algo perturbados ante tantas duras evidencias incriminatorias contra una persona que nunca llegamos a conocer.