“Una cualidad de la Justicia es hacerla pronto y sin dilaciones; hacerla esperar es injusticia”- Jean de la Bruyere, escritor francés.

Los hechos que en materia de corrupción administrativa hoy nos sorprenden por sus complejidades, relacionamientos institucionales ingeniosos, cursos de acción para burlar la ley proyectando al mismo tiempo su cumplimiento cabal, y develación de personalidades que montaban costosas campañas publicitarias para afirmar su falso desprendimiento y compromiso con la ciudadanía y la misión del cargo, reclaman una constante labor de monitoreo de nuestros funcionarios, no con el corazón del elector inocente y confiado, sino con la sabiduría del facultativo.

Ciertamente, discernir la verdad y los hechos detrás de las poses, discursos apasionados y altisonantes, intenciones altruistas y supuestas o reales obras, por ejemplo, como es el caso, para salvar de la ignominia material y espiritual a los presos o para hacer más eficiente y transparente la delicada labor de impartir justicia y perseguir el crimen, es una tarea desafiante que requiere agudeza intelectual, capacidad analítica, neutralidad política y elevado tonelaje de dedicación y concentración.

Los funcionarios están obligados a brindarnos eficientemente protección, seguridad, justicia, comodidades, infraestructuras vitales y secundarias, educación y salud. Ellos no llegan a sus puestos para oír nuestras demandas, sino para satisfacerlas de manera oportuna, transparente y eficiente. No son nombrados para alumbrar las tinieblas de la época, sino para despejarlas y tornarse creíbles, amados y confiables. No arriban a sus poltronas para exacerbar los vicios e ilicitudes. Su sagrado deber es combatirlos e impartir justicia con absoluto apego a la ley. No deberían ser reos de su ambición, más bien sirvientes de las legítimas aspiraciones de seguridad y progreso material y espiritual de sus pueblos.

La realidad es que no sabemos con las intenciones ocultas que llega el que no estaba y solo conocemos en alguna medida la naturaleza de sus ejecuciones cuando alguien las expone con determinación, objetividad, imparcialidad y responsabilidad excepcionales. ¿Un procurador general? Un cargo por muchos apetecido que más que una distinción pasajera, es una función pública de marca mayor, trascendente. Una responsabilidad de muy explícita categoría constitucional con una misión de excepcional notabilidad: perseguir los crimenes y delitos,  o formular e implementar las políticas de prevención y control de la criminalidad.

Consecuentemente, en cualquier sistema judicial, el procurador general debe ser un versado en materia jurídica, honorable, distinguido, respetado, sin banderías políticas, inquebrantable en sus convicciones sobre el bien y mal, insobornable, desprendido y orgulloso de su probidad en cualquier circunstancia. ¿Cuáles podrían ser los méritos jurídicos y virtudes morales de un abogado incógnito, prepotente, simulador y jactancioso para ser elegido entre muchos hombres doctos, prudentes e íntegros como procurador  general de la República?

 Una de las poderosas razones ocultas fue salvar a Punta Catalina de las lavas de Odebrecht, asunto brillantemente delucidado en el artículo de José Luis Taveras publicado en estas mismas páginas en julio de 2009 bajo el sardónico título: Jean Alain: el hijo que Danilo no crió.

 La segunda poderosa razón era tener a un hombre servil, manipulable e incondicional allí donde se deben controlar y perseguir los crímenes y delitos. Una motivación importante conociendo ahora en lo que estaban: las dos administraciones pasadas tenían la mochila rebosante de ilicitudes, trampas tecnológicas, inequidades y discriminación, coaliciones de funcionarios y complicidades criminales de todas las clases.

¿Por qué terminó el procurador general estremecido, empapado de sudor y vacilante en la lóbrega cárcel del Palacio de Justicia? Precisamente porque nunca reunió los más mínimos requisitos para desempeñar honorablemente el cargo. ¡Alma ruin y teatral, expresión exquisita y máxima del sistema clientelar llevado a su  más elevado nivel de refinamiento por el propio presidente de la nación!

 Al oírlo hablar vemos que es hombre que no puede ni podrá controlar su exacerbado amor propio ni su propensión natural a sentirse cómodo trasgrediendo la ley: vocación aviesa que no pudo controlar aun siendo su principal garante constitucional. Su elección como procurador general no se ajusta al pensamiento racional (impensable), pero sí a las urgencias obscenas de su mentor de permanecer, corromper y destruir esperanzas.

Por último, pesa mucho la especial y nada explicitada relación personal del principal responsable del Estado con el luctuosamente famoso procurador. ¿No subyacen en la sorprendente designación razones que definitivamente ya sabemos no pudieron estar sustentadas en las virtudes personales ni en las obras jurisprudenciales del nombrado? Pero este es un tema de naturaleza privada que dejamos a las legiones de murmuradores.

 Medusa pone una vez más en claro relieve que no debemos oír los discursos ni evaluar las actuaciones de nuestros funcionarios como votantes devotos e incondicionales, sino como facultativos. Los resultados finales puede ser tremendamente decepcionantes y lacerantes, como en este caso. Gente como el procurador en desgracia cree que siempre gana y que su tiempo no se detiene. Personas como él están muy convencidas de que todos nosotros somos torpes y proclives a la aceptación fácil de la retórica mentirosa que exhibe hipócritamente virtudes admirables, definitivas e inapelables. De esta estirpe de hombres estamos sobrecargados. Su incurable e irracional fascinación por el oro, pesa tanto como sus desvergüenzas.

No bastarían los sometimientos y las medidas de coerción. Son tantas las evidencias firmes que debemos reclamar condenas. Un país no puede darse el lujo de haber tenido como responsable del control y punición de las violaciones de la ley a los propios delincuentes. Es un colosal mal ejemplo, un precedente funesto que puede resultar embriagador para las presentes y futuras generaciones.

Fiat iustitia, ruat caelum (“Que se haga Justicia, aunque se caiga –abra- el cielo”), como escribía Lucio Anneo Séneca.