“No se puede ser y no ser algo al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto”-Aristóteles.

El período navideño, días en que supuestamente celebramos el espíritu de la navidad como retorno a lo humano -que no solamente el nacimiento del legendario Jesús-, inició su fase intermedia. En ella las familias aprovechan los precios de una ficción llamada “Viernes Negro”, encienden arbolitos viejos y nuevos, recuperan luminarias polvorientas, hacen sus proyecciones de gastos y ahora también algunos piensan en los arreglos que demanda la situación pandémica para que las festividades no terminen en las unidades de cuidados intensivos de los centros hospitalarios.

La dura verdad es que las familias que se inclinan por la previsión, el distanciamiento social, la observancia de las reglas de higiene y las mascarillas en sus encuentros sociales son las de los más altos niveles de instrucción general. Luego, grupos de bajos ingresos, vagos, delincuentes e ignorantes no solo ponen en riesgo sus propias vidas y la de los demás, sino que también desafían a la llamada autoridad que tenemos, muchas veces de manera violenta, con improperios y golpes.

Cuando los policías y militares responden de igual manera, salen los defensores de derechos humanos enarbolando sus machacadas verdades sobre el respeto a la vida y dignidad humana. Seguramente Wirfin Obispo, el pelotero de las Estrellas, prepotente y rebelado, ya está bajo la protección de esos adalides de la nueva democracia sin autoridad.

Además de la más absoluta pérdida del temor a la autoridad cuentan los pobres niveles de instrucción general de la población, su principal y más destacada pobreza. A ello se suman las nuevas generaciones procedentes de familias desarticuladas en las que las madres directoras, bajo el asedio de todo tipo de restricciones materiales, no pueden mantener el control sobre los hilos que aseguran un buen comportamiento ciudadano.

El caos, el irrespeto a cualquier intento de ordenamiento, la burla de las disposiciones gubernamentales, el libertinaje, la prostitución de chicas de todas las edades (lo del matrimonio infantil nos parece  uno de los discursos más hipócrita y unilateral de esta década), el consumo excesivo de bebidas alcohólicas y la demostración de un bienestar material sin base de sustento legal alguna, son los más destacados distintivos de una mayoría de la población que desprecia la vida y eleva al rango de alta prioridad la desobediencia, soberbia y violenta, y también su propio caos como una fuente de felicidad cotidiana, plena y auténtica.

Este razonamiento nos lleva a pensar que, si bien la pandemia comienza a perfilarse como uno de los mayores desafíos para las sociedades de cualquier nivel de desarrollo de estos inicios de siglo, la nuestra, la dominicana, tiene problemas de fondo mucho más serios que posiblemente sean potencialmente capaces de llevar a los extremos las consecuencias de cualquier tipo de calamidad colectiva que pudiera enfrentar a futuro.

Es que estamos ante una sociedad anárquica conducida por autoridades irresponsables y en muchos casos venales. Una, en la que la autoridad no puede imponerse debido a la gravitación de sus propias características amorales. Una, en la que la priorización de los negocios personales y familiares en el mundo del Estado matan las esperanzas remanentes de los muchos ciudadanos ejemplares que nos quedan. Una, en la que los infantes se ven a diario en el espejo de sus mayores que de hecho son incompetentes en términos cognitivos para orientarlos correctamente y prepararlos de cara a un futuro próximo que se dibuja muy complicado y retador.

Una que enarbola con vehemencia el discurso del matrimonio infantil y calla la prostitución de niños y niñas en zonas turísticas y barrios urbanos. Una en la que supuestamente el 68.7% favorece el toque de queda al mismo tiempo que lo ignora todos los días en clara complicidad con policías y militares. Finalmente, entre muchas otras aristas, una que dice creer (67%) que el gobierno actual encarna el cambio que demandamos y al mismo tiempo se muestra renuente a volver la hoja de su propia anarquía, la cual construye con pasión desbordada con los ladrillos de sus actos cotidianos.

El problema está claramente en el tipo de conducción política que hemos favorecido durante los últimos cincuenta años. Somos un producto moderno de ella, de sus desvergüenzas, debilidades y vicios. Nos hemos transformado en lo que supuestamente declaramos que es necesario cambiar. Somos sus criaturas perfectas, sin perder de vista la honestidad y el buen hacer de miles de ciudadanos. Estamos superando con mucho a nuestros padres políticos en un proceso que se legitima y desnuda desafiante todos los días en nuestras calles, barrios, comunidades enteras y lugares sin nombres conocidos.