“Nadie hace bien lo que no sabe; por consiguiente, nunca se hará República con gente ignorante, sea cual fuere el plan que se adopte”-Pancho Villa.
La motivación principal de alejarme este fin de semana de los asuntos mineros, tiene mucho que ver con un artículo aparecido en El Día de fecha 8 de enero de los corrientes, firmado por mi buen amigo y, sin dudas, fino periodista, Víctor Bautista. El trabajo lleva como título “El Problema no es Sonia”, en alusión a la flamante senadora Rosa Sonia Mateo, representante de la provincia de Dajabón por el Partido de la Liberación Dominicana.

Las graves deficiencias de instrucción básica (escolar) de esta señora senadora hicieron que la pluma de Bautista pusiera en relieve la causa principal de tener una representatividad política tan vergonzosamente ignorante. El mal ejemplo de la senadora, uno entre decenas, manifiesta el enorme retroceso de la calidad profesional y técnica de quienes nos representan en las instancias decisivas del Estado.
El asunto me trae los recuerdos de los legisladores de los años sesenta, setenta y todavía de los ochenta del siglo pasado, la mayoría hombres brillantes, con especializaciones diversas, algunos destacados oradores y poseedores de un elevado dominio de temas complejos. Personajes mediocres como los que hoy hormiguean en la Administración, eran realmente la excepción, productos casuales del clientelismo en su fase paleolítica, todavía desinstitucionalizado y muy personal.
Ese sistema clientelista populista, que Bautista señala correctamente como el verdadero engendro monstruoso de “personalidades públicas” con una muy pobre instrucción primaria, ha evolucionado notablemente, causando un daño cada vez mayor a la funcionalidad y representatividad políticas del país.
Un primer componente del clientelismo como sistema cultural lo constituyen las prácticas clientelistas que podríamos llamar desinstitucionalizadas, que muchos autores denominan clientelismo desinstitucionalizado. Su objetivo es transformar las demandas sociales en votos efectivos y lograr determinados apoyos políticos.
Se trata de un intenso intercambio de favores, desde los menos significativos, como los empleos en los niveles irrelevantes o medios, hasta los más comprometedores, como la dirección de los hoy llamados órganos de gobierno del Estado y la concesión de obras y privilegios que tienen la virtud de transformar de manera meteórica chozas en mansiones, cuentas de ahorro locales con unos cuantos miles de pesos en cuentas extranjeras con cientos de miles de dólares, y vehículos utilitarios de la clase media baja en las más lujosas y confortables máquinas de la movilidad motorizada moderna.
Los protagonistas de este clientelismo, de clara estirpe personal, son el elegido y el elector, sin mediación de contratos formales, primando en la mente de cada uno el plan de búsqueda de dividendos. Esta variedad de clientelismo nos recuerda a Schumpeter y su propuesta del mercado de las mercaderías políticas, el mismo autor que nos alertaba sobre la irracionalidad del voto y la incapacidad del votante para discernir lo que está en juego en la política.
Este componente medular del clientelismo como sistema sigue presente en la sociedad dominicana, y lo ha estado desde los aciagos tiempos de la tiranía de Trujillo. En muchos países continúan deslizándose por su lustroso caudal los subsidios, los programas sociales, el dinero en efectivo, ciertos privilegios puntuales, la prestación de servicios, los empleos en todos los niveles, las recomendaciones para favorecer a determinados clientes del Estado que con frecuencia resultan ser empresas de los propios funcionarios, y conservación de ciertas anomalías en la Administración que resultan extremadamente lucrativas para los amigos designados.
Se trata de un verdadero monstruo de múltiples voraces e insaciables cabezas que convive hoy en nuestra sociedad con otro componente del clientelismo como sistema que resume gran parte dela cultura política dominicana: los tratadistas del tema lo han llamado de partidos políticos o moderno.
Este otro prototipo de clientelismo avanzó desde la articulación de las demandas sociales mediante ideologías (Balaguerismo, Boschismo y sin oportunidad de poder el Marxismo), las cuales determinaban en esencia la filiación partidista a la formación política, a una etapa mercantilista en la que predominan claramente, no ya las gratificaciones emocionales y los sueños de construcción de una sociedad mejor forjados por la otrora formidable fuerza orientadora y unificadora de las ideologías, sino las contrapartidas burocráticas o puramente económicas.
Como señala Leal Buitrago “el rápido aumento de los recursos del Estado sirvió para alimentar las relaciones clientelistas, pues a la desvalorización de la ideología de pertenencia a los partidos se le opuso la necesidad de afiliación a ellos como condición para aspirar a los beneficios que brindaba la cobertura amplia del Estado” (Leal Buitrago, F. (1989). Estado y política en Colombia. Colombia: Editorial Siglo xxi 1989, p. 175).
A este prototipo se asocia el auge de los candidatos extrapartidos o independientes (Chávez y Uribe, por ejemplo), como respuesta a la incapacidad y descrédito de los partidos tradicionales. También, la venta de los cargos de la Administración al mejor postor, sin ningún tipo de consideración ética ni averiguaciones de antecedentes penales o de otra índole pecaminosa. Por ello comienzan a proliferar entre nuestros rutilantes representantes políticos, no solo la ignorancia agravada, sino, lo que es peor, ciertos compromisos obscenos de ellos con “corporaciones” tan siniestras como invisibles, retroalimentando con ello la podredumbre del sistema político nacional.
Por último, conviviendo con los otros dos tipos, tenemos el llamado clientelismo de Estado “en donde se empiezan a utilizar las instituciones del Estado y sus recursos para construir las redes y prácticas clientelistas” (ver: Barón, J. A. (2015). El nuevo clientelismo político en el siglo xxi: Colombia y Venezuela: 1998-2010. Desafíos, 27(II), 253-289).
No ha de parecer extraño entonces que tengamos a una senadora que escribe al presidente de la República en una red universal felis navidad, nunca avía, etc. Obviamente, no es un caso aislado: estamos frente a una fortalecida legión de analfabetos y de personalidades obscuras en la Administración.
De modo que cuando el amigo Bautista escribe que “deberíamos estar de pie contra un sistema político degradado al máximo, ejerciendo ciudadanía responsable con el poder del voto y la presión social para adecentar la función pública en general, cada vez más poblada de bandoleros desregulados, pues aquí todo tiene normas menos la política”, para nada exagera. Por lo demás, tiene toda la razón con lo que sugiere -y explica luego- en el título de su trabajo: el problema no es Sonia.