El problema del país no se relaciona con la deuda, ni el costo de la energía y los combustibles, que encarecen el costo de la vida, como tampoco el bajo crecimiento del empleo formal que pende una daga sobre el sistema de seguridad social. Lo que dificulta el despegue hacia el porvenir es nuestra inveterada tendencia a discutirlo todo en medio de un ruido ensordecedor, que nubla la realidad y no deja ver las oportunidades que pasan delante de nosotros sin darnos cuenta de su presencia. Como ocurre con muchos de nuestros grandes beisbolistas que discuten con los árbitros el conteo de las bolas y los strikes, sin importar la anotación que indica la pizarra.
Por eso, la atención nacional se centra en los temas menores y no hay forma de darle cuerpo a lo sustancial. El país ha esperado por una ley de partidos que regule la vida política y deje atrás las malas prácticas que la han viciado por más de treinta años, pero las diferencias sobre el método de elección de las candidaturas sepultan la posibilidad de un gran paso adelante en ese campo. Ocurre otro tanto con una ansiada ley electoral que fortalezca el sistema de elección y evite los fraudes y las trampas que hacen de cada periodo eleccionario un trauma y un paso atrás en el esfuerzo por fortalecer esa columna de la democracia en que vivimos. Y en la discusión no se observa el peligro de una estructura del organismo electoral no reconocida en la ley vigente, que solo espera por una actualización que a nadie afectaría.
Y ocurre con todo. Cuando se observan con detenimiento los discursos de los rivales políticos se advierte que hay en la retórica más coincidencia que discrepancias. Pero carecen del valor de sentarse a una misma mesa con la mira puesta en el país, dispuestos a ceder cuando el arreglo lo hace necesario. Por eso nada de extraño tiene que al final de una negociación no se alcancen objetivos y las partes queden en el mismo punto de partida.