La pregunta me parece razonable.  ¿Cuántos de nosotros, trabajadores de la palabra, vivimos bajo la ilusión del éxito, la ilusión de que un día escribiremos una gran obra o, quién sabe, un besteller que nos ayudará a ganar una buena plata y solucionar tantos problemas, dándonos la oportunidad de pasar más ratos tranquilos y alegres con nuestros seres queridos?  Apuesto a que somos muchos.  Y está bien mientras dicha ilusión solo nos motive a soñar un poco y a trabajar con seriedad y entusiasmo haciendo lo que mejor sabemos hacer.  Pero se convierte en problema cuando a lo que conduce es solo a la envidia, amargura, ridiculez y, sobre todo, a la mediocridad.  Esto suele suceder mucho y en todas partes pero quisiera abarcarlo en los contextos intelectuales dominicanos dentro y fuera de la isla.  El problema empeora al agregársele la agresividad masculina.  Se trata de un problema serio que interfiere con el desarrollo e intercambio de las ideas y es el peor ejemplo para los estudiantes y jóvenes dominicanos.

Llamémosle a este fenómeno “el problema  de la sociabilidad intelectual.”  Ante todo, el intelectual es un ser social, sujeto a las exigencias y penurias de la vida.  Rasgos sociales específicos lo caracterizan.  Una particularidad que lo distingue es su timidez o torpeza social.  Le cuesta mucho participar y llevarse con los demás.  Por eso busca refugio en la soledad, en las abstracciones y ficciones de los libros, terreno mucho más estable y predecible, hasta cierto punto, que el inconstante y confuso mundo social.

Por más que le huya al arrastre de la colmena social, de algo tiene que vivir.  Ante la realidad económica no le queda más remedio que poner sus particulares destrezas cognitivas y comunicativas al servicio de ciertas instituciones o agencias estatales o al servicio de la industria de la información.  Irremediablemente, la lógica de esta industria exige que la palabra, el discurso, produzca el mayor beneficio económico, ideológico o simbólico con el menor esfuerzo, menor compromiso o mínima inversión posible de su capital.  Avanzar los proyectos discursivos-ideológicos dominantes es lo prioritario.

A la hora de elaborar  su autorretrato, el intelectual se construye a si mismo simplemente como “un noble servidor de la verdad.”  Pero más bien la construcción de la ciudadanía, la valoración y distribución de los bienes culturales y la graduación de los regímenes normativos y simbólicos son algunas de las tareas más importantes y complejas que realiza para la sociedad.

En particular, el trabajador de la palabra de escrúpulos flexibles ofrece su cooperación y lealtad a cambio de una chiripa, ciertos privilegios y reconocimiento en forma de premios o asiento permanente en la academia.  No siempre, pero muchas veces el valor de su obra es proporcional a la cotización del día en el mercado lingüístico.  Las condiciones de trabajo son precarias y muy duras.  Por momentos, la presión por producir lo que la maquinaria discursiva o sus jerarcas exigen es intensa.  Se deja atrapar por las redes institucionales y las redes discursivas.

A medida que se convierte en un agente del Estado, en eficaz guardián de los portones, va perdiendo paciencia, entusiasmo, solidaridad y escrúpulos.  En este proceso se disminuye su afán por elaborar y comunicar ideas claras, coherentes, relevantes y significativas.   Seducido por el poder y los privilegios prometidos, pierde autonomía y su capacidad para el pensamiento crítico e independiente.

El público dominicano debe saber que, riñas personales aparte, este es el contexto fundamental en que se debate la aparición de mi libro En busca de la identidad: la obra de Pedro Henríquez Ureña, publicado en Buenos Aires por Ediciones Katatay (2015) y originalmente publicado en inglés en Nueva York por la editorial Palgrave Macmillan con el título “Tracing Dominican identity: the writings of Pedro Henríquez Ureña (2011).

Sin haberlo leído, sin haber leído ni una sola página de mis múltiples publicaciones (muchas de ellas disponibles por internet) basadas en investigaciones de archivo y trabajo de campo y cuyo rigor académico ha sido establecido una y otra vez en procesos de evaluación en América Latina, EEUU y Europa, uno de los miembros de la Academia Dominicana de la Lengua, Odalís Pérez, rechaza de entrada mi aporte al conocimiento de la obra de Henríquez Ureña.  No sé si por desplante premeditado o por la prisa de que se publique su texto inmediatamente, pero ni siquiera cree digno o necesario leer o escribir mi nombre correctamente.  No sé quién será  “Julio A. Valdez” (acento.com.do, 11 de junio de 2016) pero yo me llamo Juan R. Valdez.

Según lo que alcancé a atender, sin saber nada de mis orígenes, de mi trayectoria, ni de mi esfuerzo por acercarme y dialogar con los lingüistas, estudiosos y estudiantes dominicanos de la isla, Odalís Pérez exhorta a su público a rechazar mi trabajo porque no fue sancionado por la academia (dominicana); porque, según él, no fui “socializado” en la Republica Dominicana;  y más aun porque no le simpatizó que la primera reseña del libro en el medio dominicano fuese escrita por mi colega y amigo Néstor E. Rodríguez, con quien aparentemente tiene cuentas que ajustar y cuyo mayor pecado contra la República Dominicana tal vez fue emigrar del país, como muchos de nosotros, obligado por las políticas sociales del Estado.

No voy perder la cabeza porque a alguien no le gustó o no le interesa mi trabajo.  Pero reconozco que ha sido un debate necesario para rendir cuentas a los dominicanos que utilizan este medio y las redes sociales como fuentes de información sobre lo que precisamente se pone en juego en los debates intelectuales: el monopolio de la palabra, o sea, los privilegios de nombrar y decidir quién puede tener la palabra.

El fenómeno de la sociabilidad intelectual tiene otra dimensión más digna y maravillosamente ejemplificada por Pedro Henríquez Ureña.  La abordaremos en otra ocasión.