¿Dónde está la gente en Santo Domingo?

Quisiera decir “los amigos”, pero “amigo” es una palabra demasiado cálida, fresca. En castellano “amigo” no dispone de ese nounce que por ejemplo tiene en alemán: “amigo” (Freund) es alguien a quien realmente se ama o con quien se comparte, el resto son los “conocidos” o la “gente” (Bekannte).

Hablo de la gente porque de verdad que extraño ese viejo calor humano que nos amparaba en alguna esquina de la vida.

Busco rostros que te sonrían, brazos que te abracen, alegría en las palabras, en el ser y hacer cosas. Tendría que meterme en una Iglesia Evangélica o residir en algún sector New Age para darme los encantos de los encuentros. Jehová es mi pastor y nada me pasará.

En Santo Domingo ha caído una bomba que sólo ha dejado en la calle a los vendedores de aguacate, a los buscavidas, a los atracadores y a los agentes de Tránsito.

La gente no sale por 10 millones de razones, tantas como habitantes tiene la Isla.

El trabajo, la inseguridad, la “Zona” se murió hace tiempo, tengo que ir a la finca los fines de semana, si es que tienes finca.

Facebook es un hoyo negro que se ha tragado a mitad y media de mis amigos. Twitter también. De WhatsApp ni se diga. Están ahí, solidarizándose con todos los pueblos del mundo, con todas las causas del planeta, con una máquina de recordar que te tritura, ponchando la maquinita, mandando y enviando mensajes o temas musicales si es que se les baja la nota o quieren hacer sonar la campanita del perro de Pavlov, y espérate un momento plis, y mandando y enviando mensajes. La facebookeros te demuestran ternura con sus likes, preocupaciones si sospechan te pasa algo, agallas revolucionarias, con dosis intercaladas de buenísimos lecturas que tú deberías hacer, con verdades nunca reveladas de los mitos musicales y literarios, saben que efectivamente Salinger dejó ocho novelas que no saldrán nunca, serán amantes del pop, op, de la causa haitiana, palestina, cubana, venezolana, ruandesa, polo-norteña y un infinito etcétera.

A la gente te las encuentras así no más, pó, como dirían los chilenos. Tal vez sería mejor decir: chocas con la gente. En los semáforos, en la góndola ocho del Nacional, en la cafetería del Nacional, en la sala A, B o C de Funeraria Blandino, en algún buffet empresarial o el cumpleaños de fulanita que llegó de Francia o Helsinki. También los ves en los matutinos y los vespertinos, haciendo gárgaras de inteligencia, buenísimo acopio de informaciones que confirmarán que fulanito es un ladronazo o le da patadas al perro de la vecina, o que este país, carajo, no aguanta más.

¡Oh la gente de las redes sociales, los medios, tirados al medio!

Es decir: lo que nos vincula son las diligencias que tenemos que hacer, las comidas o los muertos.

Los que llegamos a la Isla lo hacemos con el síndrome “Ahora que vuelvo, Ton”. Esta dolencia, estudiada muy certeramente por el gran genio que fue René del Risco Bermúdez, da cuenta de un estado de tránsito hacia la vida adulta en cuya elipsis hay una crisis de reconocimiento. En ese momento eufórico –sea porque quieres recuperar algo, ya sea la vieja amistad de Ton o que te reconozcan por haber vuelto del extranjero con tu esposa italiana-, te das cuenta que el mundo es árido y sólo se da una vez.

Todo ser que vuelve quiere encontrar las cosas como las dejó en la última foto. Aferrarse a esa última foto, sin embargo, es lo trágico.

Aun así uno se pregunta si vale la pena pescar algo en medio de tanto naufragio, si bien no a toda la camada de antes, al menos ver a aquellos que de alguna manera te martirizan con sus preocupaciones teóricas, conceptuales, facebookeras. 

La gente no sale. Viven en el éter de los bytes y la pantalla pero no los palpas en lugares sin cámaras. Se mueven en El Polígono, comen en Ikea porque hay ofertas de salmón sueco, dan su vueltecita por Cuesta porque hay que mantener la fachada o hacerle perder el tiempo a Miguel De Camps con preguntas pendejas.

En el fondo celebro que la gente no salga, porque así tengo más la ciudad para mí y la nueva tropa de locos con que me he encontrado. Hay  locos de la vieja guardia que estarán en su puesto de combate para alegría de todos, como el Divino Maestro Cestero, pero éste sólo hasta las seis de la tarde en su destacamento condiano en la Cafetera. Para relevarlo, el otro inmenso, extra-cálido y como una almohada para el mejor descanso. Sí, lógicamente que hablo de Orlando Minicucci, más importante para mí que la estatua de Montesinos y la Plaza de la Bandera juntas.

Sí, porque sin necios no se puede vivir en Santo Domingo, y sin el sombrero de Cestero y la dos minicúccica de alegría.

Ante tanta sociopatía y agorafobia, a la Virgen que reparta suerte.

Mejor que te quedes en tu casa, frente a tu pantalla, y no tirando esas mochilas de hierros oxidados, de candados sin llaves, las quejas de siempre, la pregunta por fulanito o fulanita como si no hubiese tanta poesía sobre la que hablar.

Mejor los necios y los locos oyendo vainas rarísimas y hablando pila de plepas que gente quedada buscando al unicornio.

Mejor darse un “Redemption Song” con José Guerrero y Raquelita al fondo que estar tratando de que Dr. Strangelove nuevamente se pregunte: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb.

Mientras el Súper siga con sus buenas energías cat-stevénicas a la hora de aparecerse con un par de frías, “Oh baby baby is a wild world”, como un santicló en el verano, todo estará bajo control.

Mientras la Paredes siga en su balcón y con sus gatos, Carlitos haciendo sus cuentos de la muñeca de aire que se compró y que la tuvo que llevar a Repuestos Pujols porque se pinchó, el mundo estará más claro que en el Sahara.

Si la gente desaparece, ese no es mi problema, aunque sea un problema centenario.