Un pequeño bicho, el SARS-CoV-2, tan sigiloso como invisible, ha puesto a las sociedades patas arriba. La crisis mundial motorizada por su propagación amenaza de manera particular al ciudadano común en sus múltiples actividades de subsistencia, formales productivas, informales, técnicas, profesionales y de servicios. Quienes antes de febrero buscaban afanosos un empleo o pretendían desarrollar algún proyecto reproductivo, ven de repente frustradas sus aspiraciones en medio de un giro repentino y desconcertante de toda la dinámica económica y social. Los pobres, y quienes apenas comienzan una vida, son los más vulnerables.

El covid-19 también ha tenido el poder de alejarnos de uno de nuestros entretenimientos favoritos: la política. Precisamente ahora, cuando deberíamos pensar qué nos espera una vez recobremos cierta relativa normalidad social (y nuestra libertad) y podamos reunir fuerzas y recursos para reanimarnos y comenzar de nuevo.

Antes de la abrupta ruptura del ritmo habitual de nuestras vidas, hablábamos de la necesidad de un cambio político, es decir, de uno que tocara los cimientos del sistema y sus componentes, de manera especial apuntando a la calidad e idoneidad de la representatividad política y administrativa actual, uno de sus más importantes atributos.

Realmente sustituir el partido en el Gobierno, sobre todo cuando el que está acumula grandes deudas morales con la nación, es un cambio, en el sentido literal del término. Más allá de eso, es posible que el 70% de los más de siete millones de electores dominicanos no sepan explicar las transformaciones concretas a las aspiran: simplemente presienten, aturdidos por mucha publicidad, que un cambio de las siglas partidarias en la conducción del Gobierno de alguna manera sería bueno para todos.

El cambio de administración es un elemento insustancial cuando se advierte tempranamente que entre los sustitutos sigue ausente el discurso profundamente renovador, democrático, revolucionario y moral, y cuando esos sustitutos posibles guardan de hecho escasa o ninguna distancia moral de las voraces e inescrupulosas minorías de cacos que se han adueñado del PLD.

Esas minorías han terminado borrachas con el impresionante crecimiento electoral de esa organización política. Perdieron el sentido de la realidad y de todo límite, creyéndose-esa minoría- que son una nueva especie de señores feudales para los que las normas jurídicas no cuentan cuando de sus juegos ilícitos se trata.

A pesar de esa lacerante realidad, el PLD, como organización política, aglutina a cientos de miles de ciudadanos honestos, formados y comprometidos. No sería justo confundirlos con la cleptocracia que domina su alta dirección, en la que, dicho sea de paso,  también podemos encontrar algunas raras excepciones de moralidad ejemplarizante.

Entonces cuando la gente mira con interés electoral a la oposición, concretamente al PRM, lo hace no solo porque parece convencida de su cacareada determinación de salir de la pequeña fracción peledeísta gobernante, sino porque entiende -con algún grado de profundidad- que ese partido pudiera encerrar el potencial de conciliar la economía con la sociedad sobre los fundamentos firmes de un Estado moral.

Lo hace porque, dominada por la proverbial ingenuidad dominicana, llega a creer que el cambio que se promete por los altavoces no es simplemente una sustitución de figuras ni de falsos héroes políticos. El cambio debería suponer, entre muchos otros eventos posibles, un tránsito a la modernidad emancipatoria de nuestras periferias, siempre recordadas con pasión y lágrimas de cocodrilo, desde tarimas improvisadas, en los períodos electorales.

En definitiva, el giro del voto a favor de la oposición, debería estar sustentado no en una sustitución de nombres, sino en una revolución en las actitudes, aptitudes y valores cuya razón de ser  sea la superación de la época prebendaria y clientelista de la praxis política vernácula.

Pero, como se dice: los hechos son tozudos. Los acontecimientos  ocurridos en ciertas alcaldías ganadas por el PRM son desalentadores. El sazonado cambio parece reducirse a la llegada estridente y vengativa de nuevos (¿o viejos?) rufianes de la política. Personajes marcados invariablemente con los aciagos y típicos ingredientes  de esa cultura clientelista que tanto daño ha hecho a este país.

Sin importar que estamos viviendo una situación de precariedades muy especial, algunos de los “ilustres” miembros del PRM amenazan de muerte a los alcaldes que se resisten a las cancelaciones masivas de peledeístas. Uno de los alcaldes declara cesante, en su primer magno acto de presentación ante la comunidad, a toda la empleomanía en funciones. Al mismo tiempo, designa tesorero a un personaje que debería estar preso.

Todo dominicano tiene derecho a un trabajo decente y los peledeístas no son la excepción. Y ningún dirigente perremeísta debería ser amenazado de muerte (sin consecuencias) por resistirse a seguir con las viejas y odiosas prácticas de las cancelaciones masivas de los contrarios políticos.

El “cambio” no puede significar retaliaciones groseras, desconocimiento de derechos fundamentales y recrudecimiento del más rudimentario y agresivo clientelismo, así como exhibiciones de la más grosera avidez de acumulación vertiginosa.

Equivocarnos puede costar muy caro a esta democracia mutilada cuando despertemos de la crisis covid-19. Evitemos poner al país en manos de descocados que, desde ya, enarbolan públicamente sus agendas personales.