La mañana era hermosa. Yo estaba junto a la profesora Martha en el patio de la escuela cuando se les avisó a todos los estudiantes que en segundos iniciaba el himno a Mella. Todos los niños corrían más que entusiasmados a formar fila. Cada grupo buscaba su maestra y cada maestra hacía lo propio con ellos. Los más adultos, jovencitos y jovencitas, se colocaban donde les correspondía. Unos con pereza y con presteza otros tantos.

En actitud de respecto y con la mejor postura posible, los profesores encabezaban las filas de frente a los estudiantes. Hombres y mujeres, la Directora y dos niños -hembra y varón- tomaban la bandera nacional y la del colegio, para empezar a izarlas a ritmo de las voces que pronto entonarían las líneas que siguen:

"No fue nunca la divisa del
instinto de matar,
ni fue el rígido instrumento
de la fuerza militar
provocando las groseras
ambiciones del poder:
Fue tu espada la divisa
del honor y del deber.

Fiel discípulo de Duarte,
comprendiste el ideal,
y sirviendo los destinos
de la causa nacional,

Disparaste tu trabuco,
que rugió como León,
despertando las conciencias
y clamando redención.

La Bandera fue tu culto,
la Bandera fue tu altar,
y dijiste: Cuando vaya para
siempre a descansar,
que ella envuelva mi cadáver.
Y moriste con honor
en los brazos
siempre abiertos de la enseña tricolor.

Y después, cuando quisieron
de la fosa recoger
tus cenizas venerandas,
un milagro pudo ser:
Encontraron la bandera,
la Bandera tricolor,
reviviendo en sus matices
la grandeza de tu amor".

Mientras susurro las letras del himno -que conozco desde niña, puesto que crecí escuchándolas y entonándolas-, observo que la mayor fuerza del canto proviene de los niños que están a mi derecha. Los más pequeños prácticamente gritaban al unísono, convirtiendo ese grito en estridencia melódica.  Un poquito más allá, seguían los de niñez intermedia,  aquellos que rondan los ocho, nueve y diez años. En ellos el tono era menor, uno de los chicos mecía su pie en el suelo al ritmo de la canción y finalmente, cuando mi vista reparó en los jóvenes del bachillerato, ahí encontré más silencio que voz.

Actividad realizada en el Colegio San Pío X este viernes 24 de febrero de 217, en ocasión de la conmemoración del natalicio del prócer Matías Ramón Mella.Me quedé meditando un poco al respecto y me colgué en varias reflexiones. De alguna manera, en un punto en la crianza de los niños, ese arraigo a la patria, ese fervor por nuestros símbolos, empieza a extraviarse, a perder fuerza y empuje. Es como si dejara de importar. Y eso se nota en el comportamiento de muchos jóvenes. De cierta forma pude sentirlo esa mañana. Es cierto que la motivación en los niños ocurre más fácilmente que cuando se va siendo adulto, pero no menos cierto es que cuando el cultivo es constante y viene sustentado con ejemplos, con un ejercicio pleno de ciudadanía y civismo por parte de los tutores de los hijos e hijas, esa identificación con los símbolos que nos distinguen y nos identifican como país, prevalecen. Y ello no es imposible, más bien es totalmente práctico. Conozco ciudadanos ejemplares, que son excelente referente para sus hijos.

En este sentido la labor de la escuela es de gran importancia, pero es vital e imprescindible que en el hogar, en su rol de célula primaria de la sociedad, se mantenga la práctica de enaltecer los valores de la propia identidad. Naturalmente, esto va mucho más allá de colgar una bandera en el balcón. Se hace necesario que el patriotismo vaya de la mano con el civismo. Un patriotismo sin civismo es hueco, rancio y acomodaticio. Lo he visto en muchos compatriotas, que enarbolan un patriotismo simplista y vociferante, pero solo frente a situaciones muy puntuales, que obedecen más bien a un pensamiento alienado.

El amor por la patria se entiende con construir ciudadanía responsable y comprometida. Tiene que ver con el orgullo de lo que se es, con el cuido y el celo de los símbolos que definen nuestra mejor idiosincrasia.  El amor a la patria no puede darse cuando se niega el origen, se olvida el pasado o se pisotea la historia. La patria no puede florecer en el lodo de la impunidad, ni en medio del estiércol del que traiciona y canjea por plata el presente y futuro de un país. No puede haber patria con un empresariado que se mantiene de espaldas a su mejor capital: ¡su gente! No puede haber patria sin justicia ni equidad.

No puede haber patria con hambre, con miedo, sin salud, ni con educación precaria.

No puede haber patria con violencia y muerte.

Enaltecer la patria va desde un gesto tan simple como no pisar la raya destinada al peatón o respetar una luz roja -actos que aun siendo simples, pueden costar una vida-, hasta rechazar y denunciar un soborno.  Enaltecer la patria tiene que ver con defender la Ley y garantizar su complimiento, tiene todo que ver con igualdad de derechos y obligaciones y nada con favoritismos y prebendas. La patria sangra cuando un maestro que entregó más de treinta años al ejercicio termina jubilado con una pensión de miseria, mientras un funcionario del Banco Central se hace millonario solo con cinco años en un cargo.  La patria va languideciendo cuando un jovencito de 17 años sabe muy bien cuándo se celebra Halloween, Thankgiving o el Black Friday pero piensa que el 16 de agosto solo significa un discurso del presidente y/o la toma de posesión al cargo.

La patria se debilita con el flaco favor que le hacen nuestros gobernantes. Y no nos engañemos, ellos no vienen de Júpiter, provienen de nuestros barrios y comunidades, se forman en nuestros hogares, entonces la célula básica de la que les hablé más arriba tiene un déficit. No se puede hacer un buen ejercicio en ninguna función si primero no se es buena persona, y las buenas personas se forman en valores, esos valores se modelan en el hogar y se refuerzan en la escuela.

Al día siguiente de alegrarme con los niños entonando el himno del prócer, estuve al otro lado del patio. Esta vez tenía frente a mis ojos a los muchachos y muchachas del bachillerato. Efectivamente, sus labios apenas rozaban algún movimiento, las notas no se lucían en sus bocas. Algunos se quedaban en silencio, otros aguantaban un bostezo, mientras la mayoría solo susurraba unas letras que, quizá, no entendían.

El gran reto de nuestra República Dominicana es trabajar con nuestros niños y niñas, y rescatar a los jóvenes. Los adultos, en el mejor de los casos, debemos reflexionar en nuestra intimidad sobre el rol que asumimos como formadores de vida, como ciudadanos. Nos toca decidir si nos convertimos en dominicanos responsables o si continuamos siendo no más que habitantes de un pedazo de isla.