A propósito de celebrarse el pasado mes de marzo el Día Mundial Forestal, el inicio de la primavera en el hemisferio norte y la promulgación del decreto que instituye el Programa Nacional de Reforestación en 1997, creemos pertinente hacer un breve recorrido por la historia de la reforestación hasta el siglo XIX en República Dominicana.

Para hablar de reforestación se debe también hablar de la deforestación, ya que la primera depende de la otra y si hubo bosque fue porque se forestó por los procesos primarios de colonización forestal y por la generación natural.

Reforestación es plantar árboles o sembrar semillas de especies arbóreas y arbustivas donde antes hubo, y sin esta premisa, no hay reforestación, porque donde nunca ha habido árboles no debe plantarse, ya  que violamos una zona de vida o un ecosistemas que es así por naturaleza: desértico, arbustivo, lacustre, si es que hablamos de preservación de áreas naturales. Esa es una discusión entre especialistas.

Para referirnos a los inicios de la deforestación en República Dominicana debemos remontarnos a la llegada de los indígenas, procedentes de tierra firme, hace más de 3 mil años, los cuales se dedicaron a la recolección, la cacería, pesca y cultivos de rublos agrícolas, bajo el método de la tumba y quema. El Padre Las Casas habla de las vegas más admirables del mundo y que él creía no estar engañado a decir de estas cosas, según señala  en su  Historia de Las Indias, tomo I, capítulo. XC, pág. 368.

Los indígenas no produjeron desequilibrio ecológico por la baja densidad poblacional de la isla, como bien lo describe el profesor Frank Moya Pons en su artículo Cambios Ecológicos en la Isla 1880 – 2000, publicado el 9 de septiembre del año 2000 por el periódico La Información de Santiago en su página 6.

En realidad, el impacto negativo de los bosques naturales en la Hispaniola o Haití comenzó en el segundo viaje del Almirante Cristóbal Colón, quien trajo animales y plantas, no como parte de una mudanza cualquiera sino para la reproducción, con fines de industrializar  bienes y servicios para la nueva sociedad que se avecinaba en el viejo continente, con el advenimiento de nuevas relaciones de producción, incompatibles con los procesos ecológicos, en especial, la manera de cómo la gente se relacionaría con los medios de producción, como son la tierra y la extracción de todo lo dado por la naturaleza, diferentes a las relaciones dominantes para la época, en particular, las de los pueblos originarios, quienes producían para satisfacer sus necesidades básicas.

Fue en su segundo viaje, un 12 de marzo 1494, cuando escogió  a unos hidalgos, con un grupo de hombres de trabajo y los instruyó para ampliar el camino  que lo llevaría  al  interior de la isla que él llamó La Española o Hispaniola, en busca del “Cibao” o tierra de la piedra preciosa (oro). Según Las Casas, ahí dio la orden de tumbar todos los árboles posibles que encontraran en el medio para ampliar la senda del indio, quien de baja estatura,  desnudo,  sin recuas ni carretas, usaba caminos   angostos por donde un europeo grande y lleno de armaduras tendría problemas de desplazamiento(Ibidem).

Esa deforestación se incrementó tres décadas después de haber llegado los invasores, quienes  usaron los terrenos de bosques en el monocultivo  de las cañas y  los árboles como combustible para la industria azucarera; también  la  leña era utilizada por toda la población en la cocción de sus alimentos, fabricación de cal, tejas,  ladrillos e iluminación; así como la madera para las construcciones de villas, fortalezas, embarcaciones, muelles, etc., como describen nuestros historiadores.

La mayor parte del territorio de la isla estaba lleno de árboles y todo el que escribió para la época sobre esta isla, lo describe con mucha claridad y admiración.

Un primer ejemplo de la deforestación en estas tierras fue la fundación de la villa La Isabela, en la desembocadura del río Bajabonico, la primera construida en América por los conquistadores, un lugar que estaba poblado de árboles. Luego fueron fundándose otras villas que incrementaron las amenazas de deforestación. Un indicador de lo que le acontecería con los bosques fue que, en el segundo viaje de Colón, además de venir con especies vegetales y animales que competirían en busca de alimentación y espacio con las nativas y endémicas de la isla; llegaron 17 buques con aproximados 1500 hombres y mujeres a imponer un régimen de propiedad y producción nuevo, que en pocos años alteró la ecología y produjo la desaparición (etnocidio) de las poblaciones humanas nativas.

Vinieron a quedarse aquí, porque más del 50 % del grupo  que llegó a la Isla practicaban oficios que no existían en la isla con la magnitud de los europeos que buscaban las riquezas de “las Indias Occidentales”.

Los nuevos oficios presionaban todo el bosque, por la actividad extractivas de los recursos naturales,  que hacían labradores de la tierra, aserraderos, albañiles,  carpinteros, tejeros (hacen tejas), caleros (queman piedras para hacer cal) y otros más, cuyas labores y fines eran diferentes a los que hacían los habitantes naturales de esta tierra, quienes por mucho que quemaran para cazar jutias o para hacer  agricultura, no alterarían tanto la ecología como lo hicieron los europeos. Dichos oficios, al parecer muy cotizados, ya que se puede leer en la tesis doctoral de Ma. Monserrat León Guerrero de la Universidad de Valladolid (España) del 2000, que los sueldos que ganaban dichos “profesionales” eran superiores a los demás oficios, solo superados, en la generalidad, por los capitanes de navíos, según lo encontramos en los anexos de dicha tesis, la cual contiene consultas a miles de libros y documentos de suma importancia sobre el tema de la empresa colombina en su segundo viaje a las Indias Occidentales.

Dado que los conquistadores siguieron la ruta hacia otras islas y tierras americanas en el centro y sur del Continente, los impactos ecológicos se redujeron, dejando durante casi tres siglos que la regeneración natural del bosque se diera parcialmente en los terrenos impactados por las acciones humanas.

Al tiempo que se deforestaba, por otro lado existieron resoluciones para que se conservaran los bosques en las cercanía de las ciudades de la época, que sirvieran como proveedora de madera, leña y refugio ante ataques enemigos, como se hacía en la vieja Europa con los tres paños: agricultura, pasto y bosque que regularmente tenían los pueblos  de aquélla época.

Ante la deforestación, sea esta para construir o para producir, viene la reacción de la reforestación o plantar árboles para la conservación del medioambiente o para obtener beneficios económicos. Por lo que podemos decir que plantar, a secas, o la intención de hacerlo, se origina desde el primer momento que llegan los europeos a quedarse con esta isla. Hubo Cédula Reales (Leyes) emitidas en ese sentido.

Tal vez uno de los antecedentes más antiguos  sobre la reforestación son las Cédulas Reales que se emitieron desde el breve reinado de Doña Juana en 1510, que disponían que los montes de frutales fueran comunes para que la gente pudiera consumir frutas y fomentar su siembra; otra ley fue la del Emperador D. Carlos 1, la cual expresaba que los encomenderos hicieran plantar árboles de las especies de sauces y otros árboles en los terrenos que fueran convenientes, para usarlo como leña, según podemos leer  a Carlixto García García, en Leyes Agrarias en el Contexto de Las Leyes de Indias, citando a RECOPILACIÓN DE LAS LEYES DE LOS REYNOS DE LAS INIDAS de Ivlain de Paredes (1681), tomo segundo. Madrid. (Revista de Estudios Agrosociales, págs. 118-174).

En los tres siglos que pasaron desde la llegada de los europeos, se dictaron documentos en el marco de la jurisprudencia que trataban sobre la tierra, la agricultura y la ganadería, haciendo referencia al bosque natural y a la plantación de árboles; como por ejemplo, la que establecía que cuando se plantaran árboles, los ganaderos no podían soltar animales  juntos a ellos durante 3 años y luego se dictó otra disposición que la prolongó a 6 años.

Otro antecedente sobre la necesidad de tener bosque y reforestar están en lo escrito por Jaen Batiste Labat (1663-1738), el padre Labat, un francés, que estuvo en estas islas entre 1794 y 1705, aventurero, filibustero, ingeniero y científico naturalista, quién escribió varios libros sobre el mundo que visitó, de su Obra, Casas de las Américas (Habana 1979) publicó una selección de sus  escritos de viajes por las Antillas, sobre todo las islas de posesión francesas e inglesas y, por supuesto, pasando por esta isla, como era obvio, no se refirió a La Hispaniola de que debía reforestarse, todo lo contrario, reconoció la amplia cobertura forestal de esta isla, al comparar que en las pequeñas islas ya no había madera para la época.

Con excepción de las islas Bermudas, donde había madera suficiente para las embarcaciones y tenían arboles envidiables porque los cuidaban. Advertía  al inicio del siglo XVIII, que los colonos franceses de dichas islas  tenían que cuidar los árboles que necesitarían para hacer sus fortalezas, sus casas y sus embarcaciones, como lo hacían en las Bermudas, que era de posesión inglesa:

“…Tal vez más prudentes y más cuidadosos que los franceses, han cuidado de cultivar   esos árboles (Manejar) y plantar nuevos a medida que han derribado los viejos (Reforestar). Si se hubiera hecho eso en nuestras islas, no nos faltarían hoy como nos faltan…Esos árboles, como he dicho en otra parte, crecen muy rápidamente y en menos de veinte años se les puede sacar tablas de más de un pie de ancho” (Pág. 325, paréntesis míos).

Con estas palabras de aliento dasonómico,  termina sus notas al salir de las Bermudas y el fin también de la fascinante obra del padre Labat, que nos entrega Casa de Las Américas.

Desde que surgió la República Dominicana en 1844 podemos mencionar otras pinceladas de la historia con antecedes de reforestación o repoblación con árboles forestales, tal como la reflexión  que hace David Dixon Porter, el enviado especial de Los Estados Unidos en 1846 para hacer un reconocimiento de los recursos naturales, como cualquier lector puede deducir, de la nueva república, quién destaca en su Diario de una Misión Secreta a Santo Domingo,(1846)  que saliendo para San Cristóbal el calor era insoportable pero gracias a los árboles, apenas se sentía su efecto. “Los altos y frondosos árboles que se alinean a los lados del camino (evidentemente plantados por la mano del hombre en tiempo más prósperos), llevarían a pensar que tras su espeso follaje estaba oculto el castillo de algunos ricos plantadores (¡sic!)…”  (Editora de Santo Domingo,  Santo Domingo, 1978. Pág. 48. Traducción de P. Gustavo Amigo Jensen, S.J. editado por la Sociedad Dominicana de Bibliófilos) (Paréntesis de DDP y las negritas mías, PT).

Es importante señalar que David Dixon Porter resalta la presencia de árboles plantados, y dice que no recuerda el nombre de tantos árboles que encontró entre Santo Domingo y San Cristóbal plantados por manos esclavas hace más de cincuenta   años, refiriéndose al final del siglo XVIII.

En los gobiernos azules se comenzó a dar viso de plantar árboles por las direcciones y administraciones que se establecieron posterior a la Restauración de la República. Árboles en pocas cantidades que, en su mayoría, eran especie con fines agrícolas, otras más orientada a la belleza, el ornato, con excepción del boom que tuvieron las plantaciones de cacao, café y pasto, gramínea que afecto el bosque en  la parte norte del país, que llego a escandalizar a personas como el padre de la sociología dominicana, Pedro Francisco Bonó, quien en su trabajo Congreso Extraparlamentario 1895), publicado en la Colección Juvenil vol. I del Archivo General de Nación en 2007,  con una visión de más de cien años de adelanto, confrontó con críticas sociopolítica y ambientales al monocultivo en favor del pequeño agricultor, ante que la plantación que se hacía para ese entonces como fomento del  progreso de la nación fundada décadas atrás.

El país se empecinó en hacer plantaciones de cacao y pasto, por ejemplo para el año 1883, desde Samaná, se reportaba las plantaciones de 365,000, arbolitos de cacao, repartida en 5 localidades, según publica el periódico Eco de la Opinión del 1883 y para abril del año anterior unas 265,000 plantas, según  la Memoria del Ministerio de Fomento para la época.

Bonó establece el daño ecológico y sociológico de las plantaciones como monocultivo, sin importar que fueran de cacao, café, o pasto, porque solo permite la acumulación riqueza para unos pocos. Si bien fueron para el progreso anhelado, empobrecieron  nuestra formación social, estableciéndose una cultura precaria.

En lo ambiental prefería la ganadería tradicional, el ganado asilvestrado que predominó durante siglos sin afectar al bosque y que al ser sustituida por una ganadería industrial  en busca de mejora, abandonó “las superiores cualidades de nuestras yerbas pratenses en nuestras sabanas: yerbas jugosas, sabrosas, aromáticas, alimenticias, indestructibles; don gratuito de la providencia, con sus inagotables dones”(156), subrayando el maestro que nuestra tierra producía ganado de sobra para exportar, alimentado con dichas yerbas.

El ganadero, ante los diferentes fenómenos climáticos, expandía el pastoreo en grandes fincas sustituyendo el pasto nativo que se asociaba a los arbustos y árboles, y a su juicio, era superior al pasto que se introducía; ante este “mejoramiento” de pasto, escribió: “Aquí fue Troya… (Haciendo referencia a la toma de la ciudad por asalto) porque los nuevos ganaderos se dedicaron a tomar el bosque.  No quedó entonces   arbolado que no vino abajo, cejas, matas, ni orillas de arroyos; todo se vio convertido en dehesa acotadas llamadas potreros y sembrado de una yerba exótica acuosa, llamada Yerba Páez” (ibídem. Paréntesis y negritas, mías)

En su Congreso Extraordinario, el sociógrafo vio en la plantación de monocultivos (sobre todo pasto y cacao) la amenaza al desarrollo del bosque y otras actividades productivas como la pequeña parcela que producía alimentos diversos, que le daba independencia al labrador que, aunque viviendo en miseria material  procuraba la oportunidad de la libertad y el emprendimiento, escribía: “Pero lo peor de todo…es que todas estas combinaciones destructivas adornadas con el ropaje de progreso  mientras el agricultor ve que el ganado destruye su siembra…nosotros, miserables y hambrientos, pero ufano, entonamos el himno del progreso sobre los escombros de nuestro haber. (157)