Históricamente hemos recibido como herencia y legado pernicioso, como nación, el régimen presidencialista. El artículo 210 de la constitución de Pedro Santana, el artículo 55 de la anterior constitución y el 128 de la vigente carta sustantiva asignan al presidente de la República atribuciones exorbitantes y casi ilimitadas que lo deslumbra y retrata con una enorme cantidad de poderes que lo asemeja a un déspota, un dictador o un emperador.
Ese legado traído a través del tiempo se ha enquistado y arraigado de tal manera en la cultura política dominicana, que al presidente se le ve y se trata y hasta muchos lo asumen como un mesías, un Dios. La constitución del 2010 le otorga 25 atribuciones en su artículo 128. Estamos acostumbrados a ver y oír que al presidente se le reclama y demanda desde el más pequeño hasta el más grueso de los problemas de un ciudadano, comunidad o sector, obviando las funciones de una pirámide o jerarquía de funcionarios, que en definitiva hacen de piezas decorativas, pues sus roles son asumidos por el presidente de la República, un ejemplo palpable de esto es “las visitas sorpresa”, donde el presidente lo ofrece y ordena todo de manera directa.
Ha de saberse, entenderse y comprenderse que en un verdadero régimen democrático el presidente es un administrador y gerente de la administración pública. Es y debe ser un guía y conductor plural y abierto a la participación del pueblo, de sus ministros y demás servidores públicos, otorgándole, vía la constitución, las atribuciones que a cada uno le corresponda en el aparato estatal.
El presidencialismo ha llegado tan lejos en nuestro país que los demás poderes del Estado: jueces y legisladores son sumisos y dependientes del primer mandatario de la nación, en innumerables casos y ocasiones. El congreso, como el actual, con su mayoría mecánica es un sello gomígrafo de la presidencia de la República.
El presidencialismo es más notorio y exagerado cuando el jefe de Estado actúa como el pater familia o llamado paternalismo, cuando actúa como mesías y salvador de todo. Los subsidios, las dádivas, las ayudas y los planes de solidaridad a los más pobres y vulnerables son un caldo de cultivo en nuestro país para un presidente colocarse en la cima de ese paternalismo; todas estas prácticas se convierten en acciones clientelares y en apoyos políticos coyunturales, sobre todo en procesos electorales. Hay mucha de esa gente, que son excluidos sociales y que, por su mismo estado material de vida e ignorancia, siguen ciegamente al presidente de la República.
El presidente de la República debe gobernar para todos no para los correligionarios de su partido y debe hacerlo con la bara de la justicia, la equidad y responsabilidad; saber que siempre debe propiciar el bien común y un estado social, democrático y de derecho. El pueblo debe actuar como contrapeso de las decisiones que toma el jefe del Estado, siendo proactivo e interpelador de las acciones erróneas o equivocadas que este acometa. Creer y seguir ciegamente los dictámenes del presidente de la República es un craso error y que le cuesta mucho al propio pueblo; en definitiva, el presidencialismo es una desviación y distorsión de la democracia.