En el fondo de un clóset atesoro una PC del 92. Esta mañana mi hijo me ha cuestionado para qué la guardaba. Su pregunta me desconcertó. Realmente, ¿para qué guardaba ese armatroste?

 Mientras sonreía y pensaba en qué decirle a mi pequeño campeón recordé cómo mi madre había comprado esa máquina a crédito. Pagaba unos pocos dólares mensuales que en cinco años se traducirían en una suma ridícula. Con ese teclado pasé a limpio mis primeros poemas y sudé la escritura de mi primer ensayo: un oscuro panegírico del Faulkner de ¡Absalom, Absalom!

Cuando llegó el tiempo de emigrar y los manes me llevaron a México, allá fue a parar mi fiel PC. A los pocos meses estaba de vuelta en San Juan con el ánimo gris de su dueño. Aguantó dos años más sin estropearse, pero en el 1997, ya listas las maletas para una nueva y definitiva mudanza, empezaba a fallarle la memoria.

Atravesó conmigo ese período a la vez tierno y miserable del doctorado en Atlanta. Ya casi al final del largo trance del postgrado, en 2001, cuando el trajín de mi compañera de viaje se volvía lento y sus píxeles difusos, la cubrí con sus protectores originales hasta dejarla a buen resguardo en un  arcón.

Ahora que lo pienso, tengo imágenes mentales de mi vieja camarada en cada una de las muchas casas en donde he vivido desde entonces.

Como el travieso Odradek, emerge de cualquier recoveco del espacio doméstico sin que los años parezcan hacerle mella. A lo mejor por eso, por esa absurda persistencia a toda prueba que nos hermana, es que no alcanzo a desprenderme de ella.