Desde que me fui han muerto Balaguer y Bosch. Desde que me fui han muerto el perredé y el partido reformista y el peledé, putrefacto, sigue su vocación de zombie. Juan Bosch ha pasado de ideólogo a argumento de marketing. Y Balaguer, cuya muerte celebraron los franceses- yo fui testigo- con fuegos de artificio en los Campos de Marte, ocupa la tumba del político desconocido.

Desde que me fui han muerto tía Chencha y tía Gloria. Desde que me fui han muerto Antonio Díaz y Gobi Domínguez. Y Verutidio Ramírez. Y Tabaré y Consuelo Espaillat. Y cuando suena el teléfono, temo que sea mi madre que llama para seguir el inventario.

Desde que me fui ha muerto Simón Zaiek: A sus cuarenta y tanto años no tenía derecho de morir. Desde que me fui ha muerto Salomón Jorge: A sus casi cien años, tampoco.

Desde que me fui han muerto Dionisio López Cabral y Freddy Beras Goico y Sonia Silvestre y Yaqui Núñez del Risco y muchas razones para llorar y reir.

Desde que me fui ha muerto tanta gente. Mis excusas a la memoria de los que no cito: El destino de los muertos es el olvido.

Desde que me fui ha muerto George Harrison. Pero también Talanca: Una muerte mata a la otra.

Desde que me fui ha muerto el idioma que hablaba o al menos el argot: Hablo un ladino viejo de quince años que en Quisqueya ya nadie entiende.

Desde que me fui la gente habla otro idioma que no entiendo: Nominillas, cofrecitos, barrilitos, tumbes, bocinas, puntos de drogas, peajes… Por más que repitan estos términos, no los comprendo.

Cada vez que voy – y voy cada vez menos –, cada vez que me despido de alguien, no puedo dejar de pensar que quizás esa sea la última vez que lo veré. Cada vez que me despido de alguien, no puedo dejar de pensar que quizás esa sea la última vez que me verá.

A pesar de que tengo en mi cartera la prueba de mi nacionalidad belga, no soy de aquí. Me veo en el espejo de Bélgica y veo un haitiano.

A pesar de que tengo en una de mis gavetas mi pasaporte dominicano, no soy de allá. Me veo en el espejo de Quisqueya y veo un fantasma.

Sólo me quedan los sueños en que los tranvías de Bruselas son guaguas de ONATRATE  (mis  sueños son anticuados como mi argot). Sólo me quedan los sueños en que la Gouden Carolus o la Tongerlo o la Tripel Karmeliet saben a Presidente. Solo me quedan los sueños en que mi padre, resucitado y de pie en el paseo de Ostende, mira asombrado el Mar del Norte y me pregunta: “¿Es por ahí que se va a Santiago?”

A veces dudo que el océano esté hecho de agua salada. A veces pienso que está hecho de olvido.

Vivir en Bruselas es morir un poco.