Ha muerto Fidel Castro. Apologistas y críticos no cesan de escribir, ni dejarán de hacerlo, sobre este inusual personaje, símbolo antiimperialista, gobernante revolucionario, y patrón del comunismo latinoamericano. Solo la historiografía científica será capaz de separar el mito de la realidad que envuelve al revolucionario caribeño. 

Nunca deja  de sorprender,  lo escribí en “Fidel, Padre, Hijo y Espíritu Santo”, publicado en este mismo diario, que luego de medio siglo de control ideológico, militar y político impuesto a una nación por un solo hombre, intelectuales y políticos de todo el planeta sigan venerándolo, e insistan en que implementó un socialismo ejemplar y digno. Es un fenómeno de carácter religioso del que intenté teorizar en aquella ocasión.

Hoy, leyendo a “Tirios y Troyanos”, entre ellos al brillante – sin duda uno de los mayores conocedores del proceso revolucionario cubano – licenciado Melvin Mañón, al experimentado y objetivo sociólogo César Pérez, y al aguerrido y agudo intelectual Matías Bosch (los dos primeros militantes comunistas en su juventud, y el tercero nacido y criado al amparo de la revolución), me encuentro con las mismas preguntas; esas que deben presentarse en cualquier controversia objetiva sobre el tema.

Preguntas sencillas: ¿Gobernó Fidel como un tirano? ¿Es próspero, educado, desclasado y feliz el pueblo cubano? 

Bastaría su gobierno unipersonal, la ausencia de libertades públicas, censuras, represión, prisioneros políticos, juicios sumarios, adoctrinamiento, culto a la personalidad, nepotismo, sucesión decretada, restricción de movimiento, y ausencia de sufragio universal, para afirmar que fue un tirano. Cualquier justificación revolucionaria, incluida el “estado de guerra permanente” es insuficiente para negarlo.

Adoctrinar y educar al mismo tiempo es contradictorio; resulta en catequesis que inculcan  credos  y crean santuarios a la medida del poder y su retórica. No existe diferencia alguna entre la educación franquista, sustentada en el control educativo de la Iglesia Católica, y la fidelista, diseñada por la propaganda y el partido comunista. Dos doctrinas al servicio de dos hombres convencidos de su excepcionalidad y sus propósitos “sagrados”.

Formaron grandes artistas, profesionales y técnicos, pero haciéndolos arrastrar el  cencerro de la censura. Una educación trabada. Graduaron en exceso y sin control, multiplicando el desempleo y la dependencia  a un Estado que les explota como bien de exportación, generador de divisas. Es común encontrar jineteras, bugarrones y chulos con títulos universitarios, desesperados, que ejercen un turismo sexual mundialmente famoso.

En cuanto a la salud, aclaremos que no existe ninguna cura para el vitiligo,  tampoco vacuna contra el cáncer de pulmón, ni en Cuba ni en Islandia. Esto no desmerita los centros socialistas de investigación ni niega su contribución al nacimiento de esos avances médicos.

La atención primaria se mantiene, sin embargo, el deterioro sufrido por el sistema hospitalario es palpable: carencia de equipos y de medicamentos, y  corrupción del personal médico. Una cosa es el par de hospitales que sirven a la casta gobernante, a sus amigos internacionales, y al turismo de salud, y otra los que sirven a  la población.

Teniendo, como ha tenido Cuba, comercio libre con occidente y oriente, con la excepción norteamericana, ¿podría entenderse el dramático colapso económico que ha sufrido el vecino país? Es entendible: Fidel fue incapaz de crear un aparato productivo eficiente – independientemente de las circunstancias adversas y favorables que tuvo que enfrentar. No obstante, sigue siendo un dogma revolucionario atribuir cualquier  fracaso  al  bloqueo imperialista.

La igualdad de clase es falacia. Existen clases privilegiadas y millonarias, también pobres y  miserables. Negar el elefante blanco de las castas enriquecidas que rodean al Comandante y corrompen cada función oficial en beneficio propio y del régimen  es  insostenible. 

Imprescindible es cuestionar el antes del comunismo, pues Cuba exhibió un desarrollo superior a la mayoría de los países latinoamericanos. No era, como insiste la propaganda, un gran burdel apestado de casinos al servicio de las mafias capitalistas. No, señor. Era eso, pero muchísimo más. ¿Qué utilizó y qué arrasó la furia revolucionaria de aquella pujante sociedad en la ejecución de su “tabula rasa”?

(De pasada, cuestiono el genérico   de “exiliados cubanos”, un  cajoncillo de sastre conveniente. Repasando las investigaciones hechas en Miami sobre el exilio cubano por el Doctor Eugenio Rothe, y detallando las oleadas migratorias venidas de la isla rebelde, se concluye que el exilio está conformado por capas generacionales de pensamientos políticos variados: desde  feroces, radicales y dogmáticos anticastristas, hasta jóvenes profesionales, artistas, y obreros de las últimas décadas nacidos y criados dentro de la revolución, unidos solo por el rechazo a un sistema y por la desesperanza.)

Con altos índices de desarrollo humano – por cierto, igualados o superados en menor tiempo por países democráticos – la isla debería tener un bajo índice de emigrantes y un alto de inmigrantes. Sin embargo, no es así: un número considerable de cubanos salen de la isla para siempre. Ningún extranjero quiere  vivir allí. Ni los más miserables acuden para  asentarse en el socialismo castrista.  Curioso…

Las preguntas son muchas, es imposible exponerlas todas en estas cuartillas que se alargan demasiado. Contestándolas, los analistas desapasionados pueden explicar  las virtudes y los defectos de una revolución  en decadencia y la idolatría a su líder único. No me hago ilusiones, seguirá el dogma y el mito superará la razón. El castrismo es y será religión. Las camisetas con la figura  del Comandante se venderán como pan caliente en Oriente y Occidente.