Estando en un período normal o de resaca post-electoral, el país que tenemos la buena o mala fortuna de gastarnos nos ofrece en muchos de su variados aspectos un panorama tan desalentador que invita a no pocos de sus habitantes a pensar que es preferible vivir en las nubes, distraído, que estar a diario chapoteando en las triviales charcas que caracterizan la realidad nacional.

Es más provechoso estar leyendo una obra de Fernando del Pozo, ver por televisión un concierto dirigido por Gustavo Dudamel o asistir a una retrospectiva de José Cestero que enterarse que un sargento mata a su expareja, de las reclamaciones y exigencias de Toño Leña y Oreganito,  del listado de dominicanos en Panamá papers,  que se inunda la Barranquita o que le varían la prisión al joven que lanzo bomba a la casa del Partido de la Liberación Dominicana, PLD.

Cuesta Dios y ayuda no sentirse molesto o disgustado al inventariar los titulares de la prensa escrita, radiada o televisada de este país, y aunque informarse de los hechos de mayor actualidad es imprescindible para poder mínimamente interactuar con el prójimo, desde hace buenos años he decidido cultivar la ignorancia de los tópicos y temas más manoseados por la población aunque  corra el riesgo de retraerme.

La mayoría de los lectores de estos tres párrafos  introductorios al leer lo que a continuación describo pensarán que no existe una razonable correspondencia entre lo uno y lo otro, y en el peor de los casos creerán que el autor es víctima de una alucinación muy frecuente en las sociedades desestructuradas como la muestra.  Sin embargo los más perspicaces notarán que estos artificios o recursos son usuales en los denominados letraheridos – los acosados por el deseo de leer o escribir-.

Los sábados acostumbro hojear el suplemento “Estilos” del periódico “Diario Libre” deteniéndome siempre en la lectura de los entretenidos cuentos de Freddy Ginebra que publican cada quince días.  En la semana donde aparecen me limito a mirar sin mucho interés las fotografías de eventos sociales, hasta que un sábado en atención, más que nada a su exótico apellido, me dispuse a la lectura de una sección llamada “Como si fuera sábado” de la autoría de Camilo Venegas.

Desde entonces no me pierdo los artículos de este cubano que ha resultado ser un descubrimiento no solamente por su excelencia escritural sino por una forma muy suya de escoger temas de excepcional originalidad a los que desarrolla con una extraordinaria maestría, motivo por el cual he tratado de comunicarme con él para saber si tiene obras editadas, pero desafortunadamente no he obtenido  hasta el momento respuesta alguna.

El sábado 30 de abril en su trabajo “Un cazador de emociones”  relató entre otros asuntos haberse tropezado caminando por la Candelaria, Bogotá, Colombia,  con una nube que se había quedado atrapada en un estrecho callejón. Esta singular experiencia me recordó un episodio parecido que viví en San José de las Matas hace ya unos años, siendo esta nubosa rememoración la causa que indirecta y rocambolescamente me sugirió el presente artículo.

Si en Namibia, Portugal, Nepal, Fidji, Alaska o Paraguay se me preguntara cuáles indicativos medioambientales identifican con mayor autenticidad el paisaje nacional, sin titubeos citaría dos: las palmeras,  que  como columnas dóricas jalonan sin haber sido sembradas – salvo como ornato en calles, parques o avenidas – nuestros campos, valles y montañas, y en segundo lugar la el manto de nubes que generalmente cubre la isla.

Confieso padecer de una palmerofilia con respecto a una de las especies de esta altiva y erguida familia,  la denominada Palmera Real – cuyo binario nombre es Roystonea regia – al extremo de hacer en el país frecuentes visitas a regiones donde este airoso árbol predomina como las colinas próximas a Puerto Plata entrando por Bajabonico, la entrada del barrio  El Brisal en Santo Domingo Este, las inmediaciones de Santiago y en algunas zonas de las  provincias  de La Vega y Monseñor Nouel.

En el extranjero, además de Cuba donde es el árbol nacional, he conocido palmerales famosos aunque constituidos por otros tipos de palmeras tales  como el conformado por un cuarto de millón de palmeras datileras en Marraquech, Marruecos; las altísimas palmeras imperiales en Tijuca, Río de Janeiro; las palmeras canarias en Gran Canaria, España; el único palmeral europeo en Vai, isla de Creta en Grecia y el hermoso palmeral de más de un kilómetro de longitud en la carretera de entrada a Basse Terre, Guadalupe.

Aunque lamentablemente fue el símbolo del Partido Dominicano y por consiguiente una ominosa reminiscencia del despotismo trujillista, la palmera real nos distingue mejor que la caoba como verde protagonista de nuestros campos y montes, y si la diminuta rosa de Bayahibe por su endemismo ha sido escogida como la flor nacional, por su polivalente utilización – construcción y techado de viviendas, alimentación humana y animal, extracción aceite y bebidas etc – la palmera real debe ser elegida como el cultivo multiuso por excelencia.

En lo concerniente a las nubes se imponen estas dos observaciones previas: de adolescente  me intrigaba una canción de Pedro Infante que decía: tú y las nubes me traen muy loco / tú y las nubes me van a matar.  Estas dos afirmaciones me resultaban todo un misterio.  Más recientemente el fenecido pintor y dramaturgo Angel Haché realizó una inolvidable serie pictórica titulada “Vivir en las nubes” donde el soporte en el cual los humanos realizaban todas sus actividades eran las nubes y no la tierra o el mar.

Cuando por vía aérea nos acercamos a este país una manifestación  inequívoca de su cercanía es la aparición de una capa de nubes que como una enorme masa algodonosa nos recubre, y esta atmosférica evidencia siempre me hace evocar una fantástica interpretación que una vez leí sobre el origen de la existencia de las nubes en el firmamento: Decía que eran resultado del polvo que Dios levantaba cuando caminaba por el cielo.  Era bella e imaginativa a la vez.

Al encontrarme en países continentales cuyos días estivales trascurren por lo general sin la presencia de una sola nube,  de forma instintiva siento no estar en mi país de origen pensando también que los habitantes de esas latitudes están imposibilitados de percibir el diario espectáculo de luz y color que en el Trópico escenifican las nubes y el sol en las horas crepusculares, así como no poseer esperanza alguna de ver suspendida  en el cielo la promesa de la lluvia que mitigará el calor de la estación.

Vivir en el desierto de Atacama la zona terrestre menos nubosa del planeta, en adición al ardor insoportable y la deslumbrante luminosidad que debemos tolerar, tienen que ser la región más aburrida del mundo al no poderse  recrear la vista con cumulus  parecidos a animales fantásticos, cirrus con la ondulante suavidad del terciopelo, estratos y nimbos que imitan  el decorado de una antiguo teatro de ópera, en fin,  asistir al mágico fenómeno de ver el vapor de agua convertido en partículas de agua líquida suspendidas en el aire.

Debo advertir que al igual que Peter Camenzid el protagonista de la novela homónima de Herman  Hesse, me fascina el avistamiento de las nubes, sus formas, color,  arremolinamiento y que los cuadros del paisajista holandés Jacob van Ruysdael

y del bielorruso Leonid Afrémov  me encantan al destacar casi siempre cielos encapotados con nubes a punto de convertirse en lluvia o transmutarse en algodones ensangrentados por los efectos de la luz solar.

Como les informaba con anterioridad y para entrar en la parte sustantiva de este artículo, la experiencia del Sr. Venegas con una nube prisionera en una callejuela de Bogotá me transportó a una vivencia similar que tuve en San José de las Matas, un fresco municipio situado al suroeste de la ciudad de Santiago a unos 523 msnm históricamente conocido  por haberse celebrado en el mismo a finales del 1932 el matrimonio de Porfirio Rubirosa con Flor de Oro Trujillo.

Alojándome en “La Mansión” a primera hora de una mañana decembrina fría y radiante decido bajar hacia el poblado siendo cortejado desde la entrada de este por una pequeña nube, que a diferencia de la de Venegas, no estaba cautiva en calle alguna al estar por el contrario dotada de una pausada y extraña movilidad pareciéndome que no solamente me rodeaba por todas partes sino que se desplazaba en el sentido de mi dirección.

Es sumamente agradable deambular por un lugar, una comunidad,  embutido de hombros hacia abajo dentro de una vaporosa y blanca envoltura de gasa, pues sentimos la etérea sensación de estar flotando en el aire, nos proporciona como una especie de ingravidez que nos confiere un momentáneo poderío en relación al entorno, disposición esta que ha sido manejada con éxito por la iglesia de Roma  con fines de convencimiento,  para representar profetas, divinidades y seres alados como ángeles y arcángeles.

Con la intención de liberarme del húmedo y gélido contacto de la envolvente nube, hice un alto en mi camino tomando asiento frente a un puesto callejero de expendio de café, jengibre y chocolate hirviendo, cuya humilde propietaria me indicó que esa solitaria nube se paseaba a menudo por las calles del pueblo, recomendándome no hacerle mucho caso ya que dentro de poco tiempo se elevaría, disiparía – se perdería dijo – en el espacio.  Como aprendiz de meteoróloga también me pronosticó que ese día no llovería y haría mucho calor.  Acertó.

Cuando los rayos solares se apoderaron por completo del aletargado poblado, la ambulatoria y pequeña nube se desvaneció por encanto pudiendo únicamente avistar un raudo y blanquecino jirón que fugazmente rodeó un erguido fino esfumándose luego de un tenue y silencioso abrazo.  Cuál habrá sido el destino de esta baja y callejera nube cuando en alas del viento se deshizo  convirtiéndose en vapor transparente? se transmutó en roció o relente? Se condensaron nuevamente sus moléculas y cayeron bajo forma de lluvia en la serranía?  Nadie lo sabrá.

Gracias al artículo aparecido en “Estilos” pude hacer rememoración de mi nefelíbata vivencia en San José de las Matas, cuyo pasajero disfrute me brindó la feliz ocasión de comprobar que con  frecuencia es preferible estar en las nubes y no en  las charcas de la realidad nacional, y que en Constanza, Tireo y Hondo Valle  por su altitud sus pobladores a menudo tienen encuentros con éstas volátiles visitantes, que lentas o apresuradas en calles o sembradíos, son siempre bien recibidas por su delicadeza y frescura.