Solo existen dos aspectos vinculados a la existencia misma, por la que el género humano ha luchado incesantemente para mantenerlos a toda costa. El uno es la vida y el otro la libertad. Y ha sido la libertad por lo único que hemos sido capaces de ofrendar la vida. Miles han muerto a causa de ello y aun quedan suficientes razones para entregarla, pues si se ha puesto en juego ese derecho fundamental, no sería pues un sacrificio sino, la cesión de algo valioso a cambio de otro a lo que no se debe renunciar jamás.
El estatuto que crea la Declaración Universal de los Derechos Humanos, hace mención de este concepto en por lo menos nueve ocasiones y en su artículo segundo amplía su espectro al establecer que: “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”.
La Constitución dominicana en la parte in fine del artículo 8 aborda la libertad como uno de los fundamentos esenciales de la misma y dedica a ello, el articulo 40 y sus 17 numerales; con el solo propósito de establecer la jerarquía de esta, y la trascendencia de un aspecto del que el hombre no debe despojarse en un Estado Democrático y de Derecho, a menos; que se cumpla cabalmente lo estipulado por la ley. Así es que ambos ordenamientos, uno supranacional y nuestra normativa sustantiva, revisten de la más alta protección al estatuto de libertad.
¿Qué importancia tiene entonces, un conjunto normativo de garantías en un Estado donde la aplicación material de la ley está a años luz de lo escrito o formal?
Tomando como ejemplo los fallos emitidos por una gran parte de los tribunales cuya función radica en la supresión de la libertad por la infracción a la norma que regula el Derecho Penal; podríamos especular que la mayoría de las decisiones de los terceros “imparciales” no necesariamente están motivadas por la razonabilidad de la lógica jurídica, sino que; extirpan la libertad de los acusados, resguardando el puesto, atrofiando la voluntad del legislador y dando muchas veces aquiescencia a lo que se cuece en el morbo social. Por lo que, relegan la importancia de ambas normas a un plano jurídico inferior.
Conozco casos en que por la trascendencia del el hecho y sin la más mínima prueba vinculante entre el hecho mismo y el encartado, por la simple razón de ser un caso notorio, los fiscales en franca violación de los derechos fundamentales de los imputados, basan sus teorías en hechos improbables y los jueces actuantes, acuden a la íntima convicción, variando con unas sentencias mostrencas; la aplicación total del Debido Proceso de ley y la Tutela Judicial Efectiva, figuras garantistas establecidas en el artículo 69 de nuestra Carta Magna.
La mayoría de los jueces dominicanos que ejercen su potestades en los tribunales penales, avalan sus decisiones con argumentaciones laxas, carentes de todo tipo de razonamiento legal, pero satisfacen el deseo de un pueblo manipulado, que a causa de su extrema ignorancia, concibe que la única forma de hacer justicia, es cercenando la libertad de los acusados; sean estos inocentes o culpables. Y ello afianza lastimosamente; lo que juristas de sobrada experiencia denominan “el populismo penal”.
En días pasados, 21 de marzo para ser especifico, un Tribunal colegiado de Primera Instancia, en uno de los casos más sonoros de la Provincia Santo Domingo, dictó a Rafael Lara una condena de 20 años, no obstante el juzgado no haber podido establecer su participación en el hecho del que se le acusa. Decisión que causó indignación entre amigos y familiares del imputado y que deja al abogado como defensa técnica, la sensación de que abordar los temas penales desde la perspectiva de la lógica jurídica procesal, de nada sirve para reclamar lo justo en un país donde la ley solo se utiliza para adornar los anaqueles de los Magistrados.
Y termino citando a Ellen Meiksins Wood como sustento ideológico tal vez, en que descansan las decisiones aquellos jueces que no toman en cuenta el precio tan alto que paga un inocente cuando le roban la libertad. “Quizás una pasión por la justicia social, no importa el modo en que la definamos, o incluso algo sublime, como el miedo a perder el poder o el impulso de proteger a la clase a la que se pertenece”.