Lo que hace importante al precedente administrativo es su fuerza vinculante para la Administración. Esto es, que la Administración, ante un supuesto similar, no podrá zafarse de su obligación de dar el mismo trato; no al menos sin dar motivos suficientes que justifiquen, de cara al interés general, el porqué del cambio de criterio. En ese mismo sentido se decanta la doctrina al definir el precedente administrativo y su vinculatoriedad: existirá precedente administrativo vinculante cuando, confrontado con una situación sujeta a resolución administrativa actual, existe un acto administrativo legítimo proveniente de la misma persona jurídica pública estatal, resuelto frente a indénticas o sustancialmente análogas circunstancias, sin que la concreta valoración del interés público justifique una solución diversa a la ya adoptada. (Comadira F., Guillermo. Los precedentes administrativos. En Albertsen, Jorge, et. al. Cuestiones de Acto Administrativo, Reglamento y otras fuentes del Derecho Administrativo. 1º ed. RAP, Buenos Aires, 2009, p. 324). Ya el joven jurista Jenkin Orozco se refirió a la vinculatoriedad del precedente en un trabajo dado a conocer la semana pasada e hizo referencia gentilmente al artículo que el autor de estas líneas publicara recientemente titulado Precedente administrativo, costumbre y prácticas administrativas.
Resulta fácil ver así que el fundamento de la fuerza vinculante del precedente administrativo no es en sí mismo el acto administrativo que lo contiene: su vinculatoriedad proviene de una sujeción al ordenamiento jurídico. Emana, en términos concretos, de un principio de raigambre constitucional: la igualdad ante la ley. Se trata de su “fundamento básico” (Diez Picazo, Luis. La doctrina del precedente administrativo, p. 10). Y no de una fría igualdad jurídica en la creación normativa: la fuerza vinculante del precedente administrativo radica en la aplicación igualitaria de la norma, pues—como bien expresa Diez Picazo—para que exista la igualdad jurídica no basta que la ley sea igual para todos, sino que es inexcusable que a todos les sea aplicada del mismo modo. De ahí que la antijuridicidad de un comportamiento administrativo que desconozca, para un caso similar, una actuación previa de esa misma Administración se origina en la vulneración de un principio constitucional: la igualdad en la aplicación del ordenamiento jurídico.
Entender que el desconocimiento del precedente administrativo supondría, por sí solo, una contrariedad a derecho sería endilgarle a éste naturaleza normativa. Sería entender que el mismo se incorporaría al ordenamiento jurídico y, por ende, al sistema de fuentes. Su inobservancia equivaldría así a una vulneración de una norma jurídica. Sin embargo, esa no ha sido la corriente mayoritaria en la doctrina. Su enmarcado como categoría distante a las actuaciones normativas parece haber abrumado la bibliografía iuspublicista hasta ahora. Lo anterior sin desmedro de que autores de peso en la doctrina sustentan lo primero. Más adelante, empero, abordaremos esta cuestión.
Aunque se citan los principios de seguridad jurídica, de buena fe y de protección de la confianza legítima como fundamentos de su vinculatoriedad—también la buena administración—, lo cierto es que la igualdad de trato es donde mejor se asienta la doctrina del precedente administrativo. Porque a fin de cuentas lo que espera un particular es recibir la misma respuesta dada a otro en una situación análoga. Ser tratado de forma igualitaria. Y es eso lo que, en principio, también da origen a que se hable de seguridad jurídica, en tanto que esa respuesta que habrá de producirse desde la Administración pueda ser previsible a la luz del tratamiento dado por esa misma Administración a otro supuesto idéntico. Y lo mismo aplica para la buena fe, pues la Administración debe respetar objetivamente esa previsibilidad.
I. La igualdad de trato como fundamento básico del precedente administrativo
La Ley núm. 107-13, sobre Derechos de las Personas en su relación con la Administración y de Procedimiento Administrativo, contempla un magnífico catálogo de principios que, sin duda, tienen por fin garantizar que la Administración, en la aplicación de una norma, proscribirá cualquier trato discriminatorio y “desigual entre iguales”. Tres principios han de resaltarse en ese tenor: igualdad de trato, coherencia y servicio objetivo.
El primero, de igualdad de trato—cuya denominación habla por sí sola—es definido en el artículo 3.5 de la Ley núm. 107-13 como aquél por el que las personas que se encuentren en la misma situación serán tratados de manera igualitaria, garantizándose, con expresa motivación en los casos concretos, las razones que puedan aconsejar la diferencia de trato. De ahí que sea fácil advertir que la igualdad en la aplicación de la ley no podrá ser exigible más que en aquellos supuestos equivalentes, pues la igualdad habrá de ser siempre entre iguales. Ese ha sido el criterio imperante en la doctrina constitucional.
La incorporación expresa de este principio en la Ley núm. 107-13 es el resultado, en buena parte, de la constitucionalización del derecho administrativo. Con clara referencia al tratamiento, la Constitución consagra esta “igualdad en la aplicación de la ley”—ahora en el propio ámbito del derecho administrativo—en el artículo 138, ese que engloba los principios esenciales del quehacer de la Administración. Pero el asambleísta lo consagra en similares términos en la sección I del capítulo I, titulado De los derechos fundamentales—el artículo 39—, haciendo hincapié en el trato igualitario como deber de las instituciones y las autoridades. Esta última disposición expresa, entre otras cosas: Derecho a la igualdad. Todas las personas nacen libres e iguales ante la ley, reciben la misma protección y trato de las instituciones, autoridades y demás personas y gozan de los mismos derechos, libertades y oportunidades, sin ninguna discriminación por razones de género, color, edad, discapacidad, nacionalidad, vínculos familiares, lengua, religión, opinión política o filosófica, condición social o personal. Y, como ya se ha dicho, ese artículo 138 de la Constitución, que consagra los principios rectores del derecho administrativo contemporáneo, prevé también ese principio de igualdad, que obviamente, en tanto que parámetro de actuación, obrará de forma concreta—nunca de forma abstracta— al tratarse de la función administrativa.
Otro de los principios de actuación que contiene una garantía de protección de esa igualdad de tratamiento, como fundamento del precedente administrativo, es el llamado principio de coherencia. Previsto en el artículo 3.13 de la Ley núm. 107-13, el principio de coherencia se define en el sentido de que las actuaciones administrativas serán congruentes con la práctica y los antecedentes administrativos salvo que por las razones que se expliciten por escrito sea pertinente en algún caso apartarse de ellos. Este principio, que posiblemente englobe los aspectos más relevantes en la doctrina del precedente administrativo, pone de relieve algunas cuestiones que resultan necesarias analizar. Hace referencia al concepto de práctica, el cual abordáramos en una entrega pasada, destacando de éste que, distinto al precedente, para su configuración era necesario, al igual que la costumbre, que hubiese una reiteración de los comportamientos —incluyendo el precedente— emanados, en este caso, de la Administración. Podría decirse de la práctica administrativa que no es sino una costumbre formalizada, que no proviene de la sociedad: se origina en la Administración. No es posible entonces asimilarlo al concepto de precedente administrativo, pues su diferenciación con las prácticas administrativas, como he dicho, luce ya indiscutible. De ahí que la coherencia, en esta parte en específico, se exige frente a las prácticas administrativas.
Interesante es que en el texto se lee también el concepto de antecedentes administrativos, que bien pudiera asimilarse al precedente administrativo. Sin embargo, una interpretación textual y teleológica de la disposición nos llevaría a un escenario casi igual al de las prácticas, en tanto que se previó la posibilidad de que estas últimas y los “antecedentes administrativos” puedan preservarse aún en aquellos supuestos donde sea necesario apartarse de esas prácticas y antecedentes por motivos de interés general.
Finalmente, otro de los ámbitos donde sin duda encuentra el precedente administrativo cobijo es el de la desviación (o desvío) de poder. Porque un trato discriminatorio e irracionalmente desigual es un campo fértil para un ejercicio desviado de la función administrativa. Es más, una aplicación desigual de una norma jurídica será en múltiples casos una prueba indiciaria de una desviación de poder; desviación que supone, solo en apariencia, que el ejercicio de la función administrativa, en un caso concreto, se ha hecho acorde con el ordenamiento. Se desdibuja así el fin con el que se le ha atribuido una prerrogativa a una Administración.
El inmenso Hauriou lo explicó magistralmente en su oportunidad: la desviación de poder es el hecho de una autoridad administrativa que, cumpliendo un acto de competencia, observando las formas prescritas y sin cometer ninguna violación formal de la ley, usa su poder por motivos distintos de aquellos en vista de los cuales dicho poder le ha sido conferido, es decir, otros motivos distintos de la salvaguarda del interés general o del bien del servicio” (Hauriou, Maurice. Précis de droit administratif et de droit public general. París, Sirey, 1921, pág. 455). Y el maestro Laferriere, aún antes (1896), decía que la desviación de poder constituye pues un abuso del mandato que el administrador ha recibido. El que lo comete adopta, bajo una falsa apariencia de legalidad, decisiones que no le atañen y que están, así, incursas en una especie de incompetencia, sino por las prescripciones que imponen, sí, al menos, por el fin que persiguen (Laferrière, E. Traité de la Juridiction administrative et des recours contentieux, Berger-Levrauet et Cie., París, 2 éme éd., 1896, pág. 584).
La Ley núm. 1494, del 9 de agosto del año 1947, que regula la Jurisdicción Contenciosa Administrativa en la República Dominicana, adoptó este mecanismo como control de juridicidad de la Administración en la letra d) de su artículo 1. También la Ley núm. 107-13, en su artículo 3.10, consagró el control por desviación bajo el denominado principio de ejercicio normativo del poder, en cuya virtud la Administración ejercerá sus competencias y potestades dentro del marco de lo que la ley les haya atribuido, y de acuerdo con la finalidad para la que se otorga esa competencia o potestad sin incurrir en abuso o desviación de poder, con respeto y observancia objetiva de los intereses generales.