En el año 2016 el término posverdad se alzó como la palabra del año según el Diccionario Oxford. En español la Fundéu BBVA la reconoció igualmente como palabra del año. Según varios artículos de la época, también los alemanes se hicieron con un término similar como palabra del año: postfaktisch.  El vocablo posverdad existía desde 1992; su primer uso se establece en Steve Tesich en un artículo de revista y es en el libro de Ralph Keyes (titulado precisamente La Era de la Posverdad, 2004) cuando adquiere plenamente presencia académica. Pero, todavía no había alcanzado la popularidad necesaria hasta ciertos acontecimientos ligados al mundo político y los procesos electorales; eso ocurre entre 2015 y 2016.

De forma resumida, el término designa la prevalencia de la opinión sobre los hechos. En otras palabras, las percepciones o las creencias pesan más que los hechos en bruto. La verdad factual, demostrable empíricamente se encierra en el mundo de las ciencias; en el mundo de las opiniones y de la política, lo importante son las creencias y las emociones por encima de la verdad de hecho. En este tenor, si trasladamos este ambiente sociocultural de la palabra al suelo patrio nuestro es cuando vemos que el periodismo de opinión adquiere valor (como mercancía imprescindible de los gobiernos de turno) y la categoría de bocina inicia su ascenso social.

En la genealogía de la posverdad, los medios de comunicación tienen una importancia capital ya que estos son los que propagan determinados temas con unos encuadres concretos al tratarlos. Por tanto, son los vehículos idóneos para llevar a la masa una narrativa y un objetivo preciso sobre los cuales generar opiniones o creencias; sin importar el tipo de medio comunicativo, la selección sobre lo que se opinará en el momento y se mantendrá en el tapete, no es una elección desinteresada. Esto no quita que hayan hechos que, por su arrastre y propagación, se salgan de esta agenda; pero su permanencia en la esfera pública se ve limitada o desplazada por otros tópicos previamente agendados.

En nuestros patrones de actuación política, el clientelismo es la nota constante. Han sido muy pocos los políticos que han roto con esta tradición. Los niveles de pobreza a la que ha sido sometida la mayoría de los dominicanos obligan a identificar al asistencialismo como la expresión más genuina del clientelismo político. Pero este último no solo se da hacia abajo, sino que permea todos los estratos sociales. El clientelismo político no es solo asistencialismo, aunque sea este su versión más generalizada.

¿Cómo se relaciona la posverdad y el clientelismo político? El análisis de la propaganda política puede darnos bastante luz sobre esta cuestión. El fin de la propaganda política es influenciar a través de la palabra y la imagen. Ella permitirá generar adeptos por convencimiento y seguidores simplemente por arrastre afectivo-emocional o persuasión. La posverdad no es de convencimiento, no hay argumentación lógica porque de algún modo sale a la luz pública la irracionalidad de la narrativa montada, lo vacío de la atmósfera creada desde la apariencia y no desde los hechos. La posverdad es afín a la persuasión emotiva porque no interesan las verdades de hecho, sino el clima afectivo creado, en la mayoría de las veces, de promesas infundadas o “poses” de lo que no se es.

Si el asistencialismo político alrededor de una candidatura suplanta la labor social del Estado para con sus ciudadanos, en una coyuntura de emergencia pública, la narrativa creada es un búmeran que bien puede volver y hacer daño porque está construido a fuerza de posverdad.

En la presente campaña electoral el clima de posverdad creado no tiene precedentes desde 1978 hasta la fecha. Este clima está acompañado por lo que expresé en el artículo anterior de “hacer de la vista gorda” frente a la ejemplaridad pública y la transparencia de la verdad, esenciales en una democracia moderna. La propaganda política en definitiva se fundamenta en la promesa y en la convocatoria emocional de un candidato; no hay dudas. La política también se fundamenta en emociones. Pero del reconocimiento de esta verdad primera a la construcción de una narrativa mesiánica de beneficencia y de éxitos falsos, hay un buen trecho.