Solo la intromisión de la religión en la política y los asuntos del Estado explica que continuamos en la lista del puñado de países más atrasados del continente que prohíben totalmente el aborto, Haití, con quien detestamos compararnos, Honduras, Nicaragua, El Salvador y Surinam.

Es un constante, las legislaciones en la materia van de las más liberales a las más restrictivas, en función del nivel de desarrollo de los países, en los más desarrollados, Europa y América del Norte, predominan las liberales, que autorizan el aborto a solicitud de la mujer, única dueña de su alma y su cuerpo, en los más atrasados de África, Asía y América Latina, predominan las muy restrictivas o la interdicción total, como es el caso de nuestro país, Haití y otros pocos. Todas legislaciones basadas en un derecho a la vida que de paso pisotea muchos otros derechos, derechos humanos, derechos de la mujer, a su salud física y emocional, sexo y reproducción y, contradictoriamente, hasta el mismo derecho a la vida que pretende defender, cuando el embarazo pone en riesgo la vida de la mujer.

Estas legislaciones restrictivas son una herencia del marco legislativo que nos impuso el colonizador, que sabiamente hace tiempo se deshizo de ellas, pero que torpemente en muchos de nuestros países mantenemos en pie, por haber postergado la necesaria ruptura entre política y religión.

La provincia del Quebec (Canadá francés) es un buen ejemplo de la importancia de esa ruptura. Al término de la segunda guerra mundial, pese a la prosperidad económica de América del Norte, los canadienses franceses se encontraban literalmente marginalizados, el régimen ultraconservador de Maurice Duplessis, iniciado en 1944, se había perfectamente acomodado al antiguo régimen francés, que en una santa alianza con los ingleses y la iglesia católica había entregado a los primeros el control de la economía y a los segundos el parlamento, escuelas, hospitales, sindicatos y hasta la respiración de la gente.

Pero en las elecciones de 1960, Jean Lesage, a la cabeza del Partido Liberal del Quebec y aupado por una clase media emergente en lucha por un mayor control en los recursos económicos, redefinir el rol de la identidad del Canadá francés y democratizar la sociedad, desalojó a Duplessis del poder e inició una “revolución tranquila” que, entre muchas otras transformaciones, sacó a los curas de la política y de las instituciones del Estado. En apenas dos años, se hicieron las reformas que sentaron las bases del Quebec prospero y moderno de hoy.

Desde entonces, el Quebec es un Estado laico, cada vez más próspero y democrático, con importantes avances en igualdad de genero, derecho de la mujer a decidir qué hacer con su cuerpo, leyes y solidos mecanismos institucionales para garantizar la ayuda médica para morir y respecto de las diferencias, étnicas, de creencias, orientación sexual, y los curas están donde se necesitan: en las iglesias, cumpliendo su importantísimo papel de intermediarios entre Dios y los hombres.

Justo en el momento en que la pequeña burguesía quebequense realizaba su “revolución tranquila” la parte de la nuestra que contribuyó al derrumbe del trujillato comenzaba a desgastarse soñando con cambiar el sistema, con una revolución irrealista y contra productiva por los episodios caóticos y violentos que generalmente la acompañan, dejando completamente de lado impulsar reformas posibles, porque en nada afectaban la estabilidad del sistema, como era la urgencia de poner fin a la intromisión de la religión en los asuntos del Estado.

Tal vez uno de los más groseros episodios de esa intromisión durante esos años, fue la decisión de la Iglesia Católica de enviar al padre Láutico García, a solo tres días de las elecciones de 1962, a un memorable debate televisivo, moderado por Salvador Pittaluga Nivar, para confrontar a Bosch, a quien previamente había acusado de comunista, un intento desesperado por frenar su ya irreversible triunfo electoral.

Se le permitió sin que nada pasara esa y muchas otras intromisiones, por eso la historia continúa repitiéndose, las iglesias siguen sacando de tiempo en tiempo sus trompetas para advertir a los políticos que cuidado con introducir reformas que democraticen nuestra vida social, aún sean tan minimalistas como la que propone introducir las tres casuales en el proyecto de código penal que actualmente se discute.

Ya es hora de que esto cambie, no necesitamos curas y pastores en la política, ni del lado de las derechas ni de las izquierdas, políticos tenemos de sobra en ambos bandos. Ocúpense de su sagrada misión de conquistar almas para el Señor, eso es bastante.