Desde mediados del año 2012 el desafío independentista en la Comunidad Autónoma de Cataluña ha centrado la atención de la opinión pública y de la agenda política española. La intención de constituir un Estado soberano desprendido de una parte del territorio español ha sido el principal reto que ha tenido que afrontar el presidente español Mariano Rajoy en sus casi seis años de gestión.
Tras la muerte del dictador Francisco Franco en 1975 y la consecuente transición democrática, España adoptó un modelo de organización territorial consistente en un Estado autonómico, modelo que, junto con el federal y el unitario, constituye una de las tres versiones de Estado. Como su nombre lo indica, el Estado autonómico tiene como característica fundamental el reconocimiento de cierto grado de autonomía a determinadas regiones a las que, por su singularidad e historia, se les reconoce el estatus de naciones dentro de un único Estado. Ese es el caso de Cataluña, una de las diecisiete Comunidades Autónomas reconocidas por el Estado español. Pero Cataluña no es cualquier comunidad toda vez que representa el 18,9% del Producto Interno Bruto español y el 16% de la población del país.
Los recortes a la partida presupuestaria destinada a las Comunidades Autónomas y la declaración de inconstitucionalidad del Estatuto de Autonomía de Cataluña fueron el detonante para que en un importante sector de la sociedad catalana volviera a fraguarse la vieja idea de separarse de España y convertirse en un Estado independiente.
Esta idea ha encontrado respaldo en la propia clase gobernante catalana, especialmente en la persona del presidente de la Comunidad, Carles Puigdemont, quien, con el controvertido apoyo de la mayoría del Parlamento autonómico catalán, ha convocado a un referéndum de autodeterminación para el próximo 1 de octubre con la única finalidad de proceder a la declaración unilateral de la independencia de Cataluña.
La respuesta del Estado español ha sido la de esperarse: un contundente rechazo a la puesta en marcha de cualquier mecanismo que suponga la desintegración territorial del país. La postura del Ejecutivo español se fundamenta en el artículo 1 de la Constitución española que dispone que la soberanía reside en el conjunto del pueblo español. El proyecto soberanista catalán también ha encontrado oposición en otras instituciones democráticas como el Tribunal Constitucional, extra poder que ha venido declarando incompatible con la Constitución cualquier accionar que ponga en juego la unidad territorial de España.
Además del obstáculo representado por la Constitución española, la viabilidad del independentismo catalán también debe pasar el filtro de la normativa que rige a la Unión Europea (UE). De antemano, el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea o Tratado de Lisboa cierra la posibilidad de mantenerse en la Unión a cualquier territorio que se haya constituido como Estado tras una independencia abrupta de uno de los veintiocho Estados que componen a la referida organización de integración continental. Por vía de consecuencia, en caso de Cataluña obtener unilateralmente su independencia de España (país miembro de la Unión Europea), el nuevo Estado quedaría fuera de dicha organización. También resultaría prácticamente imposible una futura adhesión catalana a la Unión Europea toda vez que para que un Estado pueda ser admitido se requiere el favor unánime de los veintiocho Estados miembros, teniendo Cataluña de antemano asegurado el veto de España y de otros países europeos que cuentan en su territorio con regiones separatistas.
La normativa europea es muy clara al establecer que tan pronto un territorio se escinde de un Estado miembro, desde el minuto uno, los tratados de la Unión Europea dejan de serle aplicables.
Más allá del Derecho Comunitario, la materialización de la independencia catalana también parece encontrar obstáculo en el Derecho Internacional Público. Los impulsores del independentismo usan como principal fundamento el derecho a la autodeterminación de los pueblos. Pero resulta que la normativa internacional vigente sólo otorga esa facultad a aquellos territorios que tengan reconocido el estatus de colonia, que no es el caso de Cataluña, región que forma parte integral del territorio de un Estado soberano como lo es España.
Desde el punto de vista económico, la independencia catalana devendría en inviable ya que, al quedar fuera de la Unión Europea, la economía del naciente Estado no formaría parte del Mercado Común Europeo, por lo que las mercancías catalanas no seguirían beneficiándose de la libre circulación por todos los Estados de la Unión.
Desde un enfoque global, las consecuencias comerciales serían también catastróficas debido a que al dejar de ser efectivos para con el nuevo país los acuerdos comerciales suscritos por España y la UE con terceros países, el intercambio comercial catalán dejaría de percibir las ventajas arancelarias que se derivan de estos instrumentos internacionales.
Por más de cuatro décadas el sistema autonómico ha demostrado ser el modelo ideal para un país étnica y cultualmente tan diverso como España. El país ibérico es uno de los más descentralizados y reconocedores de los derechos históricos de sus regiones internas. Prueba de ello lo es el reconocimiento otorgado por la Constitución a las lenguas regionales autóctonas como oficiales junto con el castellano, algo que no sucede en países con casos similares, como Francia, donde el Constituyente no reconoce otro idioma oficial más que el francés. Sin embargo, el inviable y surrealista plan independentista catalán ha generado que se ponga en cuestión el sistema de autonomías. El momento además de representar un reto, supone una oportunidad para debatir y consensuar la adecuación del modelo autonómico a la realidad política y socioeconómica que vive la España de hoy.