Desde hace varios años soñaba con llegar al otro lado de la isla con un itinerario intenso que me permitiera ver mucho en poco tiempo. Como soñar no cuesta nada pero viajar sí, decidí aprovechar la invitación de un amigo cineasta, que trabaja con una de las cadenas de noticias internacionales que están siguiendo los eventos que ocurren, o más bien que no acaban de ocurrir en Haití.
Todo me llamaba la atención, la propiedad y la forma queda en que me saludaban, bajito y amable: Bon jour madame. Bon soir madame… Pasar una mañana con los niños de Cité-Soléil, un lugar asombroso y hediondo, donde lo único que pude entender fue el inglés mal sellado en los labios de un jovencito de dieciséis años, que me dijo: “You see, madame, our president is in exile…”. Y yo me pregunto cuántas veces se habrá repetido la frase en haitiano y en cuantas bocas hambrientas. Muchas, muchas, muchas…
La forma en que me recibió la oligarquía de Puerto Príncipe fue más que coherente con los prejuicios que me adelantaron uno por una mis amigos y familiares cuando les anuncié que pensaba ir a Haití: amable y desconfiada. Cautelosamente fui presentada por mi amigo cineasta a un grupo de conocidos suyos en inglés; contesté un par de preguntas en francés, y después de tener al grupo de comensales en vilo por diez minutos tratando de dilucidar mi origen, les solté la bomba social: “Je suis dominicaine”. Una de las mujeres de la mesa, la tataranieta de un presidente desmembrado cuyas extremidades fueron repartidas oficiosamente en todo el territorio haitiano, explotó con una risa demasiado ardua para incitar mi simpatía: “Dominicaine!: “Bum! Bum! Bum!”
Sus palabras fueron acompañadas por el gesto inequívoco de tres dedos de su mano derecha apuntando mi pecho.
Y Bum!, Bum! Bum! No termino de reírme con las implicaciones de tan violento faux-pas. Pero no es sembrando paz que se han erosionado nuestras mutuas desconfianzas, la guerra ha sido hasta ahora nuestro vehículo más cargado de comunicación.
Nunca pensé morirme en Haití, o sea, que me mataran, pero vi la muerte tan multiplicada y oronda sobre las cabezas altas de nuestros vecinos menos distantes, que me nació un respeto de isla por tanto valor sin nombre. Tampoco sé cómo llamar lo que sentí al ver tanta perfección en cada objeto fabricado por todas esas manos que embellecen hasta las piedras del camino, o bueno las piedras parecían acomodarse de una forma sospechosa entre tanto que ver y disfrutar.
Ver Haití con los taps-taps coloridos de espíritus bíblicos y poblados de detalles de gente afanada y afanosa, ver los trajes y corbatas y sombreros de los que van a un entierro a pie donde el muerto era cargado en una bicicleta, oler un melón francés amarillo y gigante, todo eso pasaba demasiado rápido, pero sobre todo ver una fiesta que no adquiere la envidia de la mar porque es allí donde se lavan todos la sangre que sigue fluyendo, cansada y roja, como una santa mártir líquida desaguada en noticias que no dicen nada, que no tienen nada que decir y que no estoy dispuesta a repetir hoy día.
Cuatro días en Puerto Príncipe y me siento la reina más temida de mi propia ignorancia, no es que lo conozca, es que lo quiero conocer porque así es la curiosidad malsana, necesito confirmar hasta dónde y qué punto nuestros dioses han hablado de hermandad, y nosotros preferimos voltear la cara al mar de nuestra historia, la mar santísima, teñida de un color sin banderas.
LISTÍN DIARIO, DOMINGO 17 DE JULIO 1994.