Quienes no sepan del dinero sucio que reciben los políticos dominicanos a cambio de favores y vista gorda, es porque viven en otro planeta. Ese intercambio es harto conocido y persistente, ilegal, e inmoral. Es un infortunio, certificado aquí como parte del quehacer político, dañando esta sociedad por generaciones.

Sin embargo, algo de indignación comienza a sentirse en parte de la ciudadanía. Es por el descaro y la desfachatez con las que nuestros dirigentes exhiben sus tropelías y pretenden justificarlas. Consideran sus relaciones con delincuentes propias del quehacer proselitista; quieren convencernos de que negociar con ladrones, narcotraficantes, y matones es una rutina que debemos tolerar.  

Algunos hombres públicos al ser cuestionados prefieren evadir el tema, callan, o niegan públicamente el contubernio vil que mantienen. Pero como aquí las mentiras y los disimulos duran poco, tantas excusas y justificaciones terminan flotando en el aire como muchas otras de sus mentiras.

Con una irresponsabilidad repugnante, dejan a un lado el deber inherente al auténtico servidor público – que consiste en enaltecer valores y fomentar la decencia – y colocan dinero, agradecimientos, amistades, y parentescos por encima de cualquier consideración ética.   

Si bien es verdad que nuestros políticos no tienen la exclusividad mundial de cohabitar con narcotraficantes y forajidos, la tienen de poder hacerlo sin tener que responder ante la ley. Tampoco se desacreditan ni sufren el rechazo contundente de los votantes. El dominicano ha terminado por ver sus inconductas como un espectáculo pornográfico perverso y poco excitante.

Entre acusaciones, declaraciones, y silencios (que bien pudieran ser otorgantes) la semana pasada tuvimos que confirmar lo que se sabía: nuestros tres últimos presidentes se asociaron con un convicto y confeso delincuente buscando el  poder. Todo indica que chulearon y cuidaron del “capo de tutti capi”. Uno lo trajo, el otro pidió dinero, y el tercero, sentadito, toma café en su casa recordando viejos tiempos. La segunda venida del infame señor Quirino, a pesar de la poca credibilidad que pueda tener, indica en manos de quienes estamos.

Anunciado de antemano, el monólogo que recorrió las redes y acaparó los medios   de comunicación no pudo ser más indecente.  Estremece, igual que el diagnóstico de una enfermedad fatal, el hecho de saber que esos tres líderes políticos involucrados en la charada del “don” pueden volver a gobernarnos, e intentan lograrlo sin sonrojarse. En su defensa, se afirma que ninguno de los tres es narcotraficante.

¡Por supuesto que no lo son!  A nadie se le ha ocurrido tal desatino.  Aunque si lo fueran, actuarían con mayor franqueza, y sin discursos demagógicos. Me explico:  el narco no habla del interés patrio ni de cumplir leyes, carece de discurso, no tiene dobleces. No niega quién es, y dice francamente que es capaz de violar cualquier ley, o de matar si fuese necesario. El político es diferente; se presenta de una forma y actúa de otra. Lo niega todo.

Ah, cuando agarran a un narco termina pagando con su vida o cumpliendo condena. La cúpula que gobierna se esconde en la retórica, promesas y desmentidos, y termina sin coger cárcel, pudiendo ser presidentes, y con los santos óleos ungidos en su casa. ¿Cuál de estos dos personajes es más despreciable? ¿Cuál hace mayor daño a la sociedad?