Era el año 1969 y Negrito Truman y su combo Los Modernos arrollaba en Pedernales con el merengue El papelón. Todos se tongoneaban al escuchar su contagioso ritmo y pícaras letras, en  tocadiscos, consolas, velloneras y las bocinas en la cúpula del cine Doris.

La primera estación radiofónica saldría al aire dos años después: Radio Pedernales. Luego la instalación de las primeras antenas para ver televisión, en casas de Ariel y Quique. Gomera, Álvarez y Cajón, el tronco de los Valenzuela, tenían sus sitios de fotografía. De Álvarez, había que tenerle paciencia. “Duraba demasiado y no podías ni respirar”. Sobre las fotos de Cajón,  ironizaban en el pueblo. “Tú te ponías bien derechito y él te sacaba voltiao, al revés”.

Los grandes almacenes-colmado de Ariel y Dimas estaban en sus buenas; igual los colmados de Gomera y Papito. Gomera, como Dimas, era guardia. Había llegado al pueblo como trasladado, y seguido se descubrió emprendedor. Además de su colmado, construyó una posada donde  –diferente al hotel de doña Mema– había condescendencia discreta para desahogos amorosos.

Los lupanares, al norte del pueblo, vibraban cada noche. El de Campeche, sobre todo. En aquellos ambientes de cueros, chulos, proxenetas y alcohol, desconocían la cocaína, la marihuana; mucho menos la heroína y las anfetaminas. También los condones. La sífilis y la gonorrea –creían– se resolvía con un “penicilinazo”.  Los hombres apelaban a las botellas de palos y miembros de careyes para “dar pelas” a las prostitutas. ¿Les ganaban?

Los pasadías en los patios estaban en la agenda de todos, ayudaban a la armonía de la comunidad. Los balnearios La Piedra, La Roca, las “rigolas del Gobierno”, el río Pedernales… tenían vida, no estaban muertos de contaminación y depredación.

La “Respetable Logia Progreso de la Frontera” seguía en el imaginario colectivo llena de misterios. Hablaban de chivos y hasta de culebras. Y siguió con esa etiqueta hasta que alguien la quemó.

El Pedernales de aquellos tiempos era alegre, sano, solidario y bailador. Pobre y con sus indigentes, especialmente en La 40, camino al cementerio; pero nunca tanto como para que sus jóvenes parecieran momias vivientes y el lavado comprara prestigio. La calidad de las familias y de los políticos de izquierda y derecha se medía por sus valores.

NADIE APAGABA SU ALEGRÍA      

“Aquí vuelvo yo, con otro sabor

baila el papelón, que eso es lo mejor,

los muchachos juegan, con entretención,

a que no me que no me quema, ese papelón.

Óyeme, mi negra, apaga el tizón,

Cuidao si me quema, ese papelón,

todo el bailador, que quiera gozar,

este papelón debe de bailar… ihttps://www.youtube.com/watch?v=U7B5QNc5Cis.

La vieja Porfiria le hacía muecas a la indigencia. Gustaba de las fiestas y los tragos de ginebra. Bailaba de todo, pero El papelón  era su delirio. Se contoneaba como nadie.    

Ella tenía fama de ensalmadora. En Pedernales le atribuían dones divinos para sanar inflamaciones de picaduras de insectos y “nacíos” (abscesos); empaches y “maldiojo” (maleficio echado a alguien con solo mirarlo)…   

Pero, cuando se metía en sus largas parrandas, nadie le conseguía para sus ensalmes “milagrosos”.

Una de sus noches de gozadera, su rancho cogió fuego. Vecinos y amigos corrieron a buscarle en los sitios de bailes, mientras trataban de apagar las llamas con latitas de agua. Cuando al fin la encontraron, estaba en lo suyo: sudorosa y bebida, bailando sin parar. Le gritaban: ¡Porfiria, Porfiriaaaa, se quema tu casa! Pero, muy ajena, seguía moviendo su cintura.

–¡Porfiria, Porfiriaaaa, se quema tu casa! Y nada. Hubo que zarandearla para que reaccionara.

Cuando pensaban que se infartaría con la mala noticia, ella contestó: ¡Déjenla que se queme, que yo sigo bailando mi papelón!