El trabajo tiene una importancia extraordinaria en el ordenamiento constitucional. Como factor, junto con el capital y la tecnología, en la creación de riqueza sin la cual no puede hablarse de redistribución de la misma como lo hace el artículo 217 de la Constitución, y como elemento esencial del desarrollo humano al cual se orienta el sistema económico (artículo 218), el trabajo es uno de los fundamentos del Estado Social y Democrático de Derecho que proclama el artículo 7 de la Carta Magna, por lo que es reconocido por el constituyente como “un derecho, un deber y una función social que se ejerce con la protección y la asistencia del Estado” (artículo 62) y se establece la garantía al “derecho a un salario justo y suficiente” que permita al trabajador “vivir con dignidad y cubrir para sí y su familia necesidades básicas materiales, sociales e intelectuales” (artículo 62.9).
Por esta trascendencia constitucional del trabajo, toda reforma laboral debe partir de que los derechos laborales son fundamentales y que su garantía permite reforzar la autonomía contractual de los trabajadores, su fuerza negociadora, para que no se vean constreñidos a aceptar cualquier condición laboral impuesta por los empleadores. Y debe partir, además, de que el principio del no retroceso social, reconocido por nuestro Tribunal Constitucional (Sentencia TC 93/12), vuelve inválido todo recorte de los derechos fundamentales del trabajador que no sea compensado por garantías sustitutorias efectivas.
Hay que estar claros en que, contrario a quienes entienden la flexibilización laboral como la vía más efectiva de activar el empleo, ésta en realidad conduce a hacer de la precariedad la norma fundamental laboral. Por eso, si se quiere promover el empleo formal y digno, la mejor manera de hacerlo no es a través de ésta sino adoptando un conjunto de políticas públicas destinadas a estimular las empresas y a disminuir los costos de la actividad empresarial. Sin embargo, los costos que más inciden en dicha actividad no son los laborales sino los asociados a la energía eléctrica, al acceso al crédito y al capital, a la tributación y a las cargas parafiscales, y a los costos vinculados a la tramitología y a la corrupción. Es precisamente a la disminución de estos costos que deben estar dirigidas las políticas públicas y no al desmonte de las garantías laborales.
Lo ideal y lo posible es luchar porque: (i) no se deprima constantemente el nivel de los salarios fomentando el trabajo de inmigrantes ilegales y permitiendo que las empresas contraten impunemente mano de obra ilegal; (ii) las empresas puedan acceder efectivamente a un crédito en base a tasas razonables; (iii) los fondos de la seguridad social puedan ser invertidos en las empresas dominicanas más rentables y productivas, para que todos podamos ser accionistas, en un sistema de capitalismo popular, de esta gran empresa que es República Dominicana; (iv) el sistema tributario promueva la inversión, el ahorro, la productividad y las exportaciones y no descanse exclusivamente en los asalariados y en las empresas y profesionales transparentes; y (v) se reprivatice y reforme estructuralmente el sector eléctrico, para fomentar en la población la cultura de pago de la energía, las energías verdes y alternativas y la generación eficiente y a costos razonables y no distorsionados.
Procede, sin embargo, una reforma laboral, pactada por el empresariado y los trabajadores, tendente a: (i) modificar la jornada de trabajo en base a un tope de horas anual que permita planificar el trabajo en base a los ciclos de la producción; (ii) hacer efectiva la conciliación; (iii) regular las relaciones laborales atípicas; (iv) sancionar el litigio temerario y abusivo en materia laboral para acabar con las mafias y el terrorismo judicial laboral; (v) promover los planes voluntarios de igualdad y no discriminación en las empresas mediante un sistema adecuado de incentivos fiscales; y (vi) proteger los derechos fundamentales del trabajador en tanto persona (dignidad, honor, intimidad, no discriminación, etc.). Una reforma laboral en esos términos debe ser sopesada, emprendida y apoyada por todos, ya que nos permite no solo ser más competitivos sin poner en juego los derechos y garantías de los trabajadores sino también, lo que no es menos importante, promover más empleos pero de calidad. Pero no olvidemos lo fundamental: el Código de Trabajo no tiene la culpa de la manifiesta incapacidad del agotado modelo económico vigente de generar empleos formales.
Las políticas públicas deben estar dirigidas a activar el empleo de calidad y no la precariedad. Por eso, resulta contraproducente desmontar los incentivos fiscales de las empresas generadoras de empleos, como es el caso de las empresas localizadas en la frontera, y mantener el salario mínimo en los niveles actuales. Debemos reinventar el trabajo en un mundo en el que algunos predicen el “fin del trabajo” (Rifkin) y otros señalan que todos estamos deviniendo población residual, excedente, prescindible (Bauman). De ahí que, hoy, más que ayer y más que nunca, hace sentido el proyecto de Pedro Francisco Bonó, de optar por las clases trabajadoras, de cifrar la esperanza de desarrollar el ideal republicano a través de la confianza en los trabajadores, en “el respeto al trabajador y al fruto de su trabajo”, creando así “este elemento indispensable a la conservación de las naciones (…) hacer amar la patria por el mayor número que son los pequeños”. Solo una verdadera República del trabajo hará nuestra sociedad más libre, democrática, justa y solidaria.