La corrupción, a la que algunos han llegado a catalogar como un mal endémico de las naciones subdesarrolladas, se ha concebido como la práctica ilícita de funcionarios públicos que hacen uso abusivo de su poder e influencia, con el propósito de favorecerse él o sus allegados, conseguir una ventaja ilegítima de los recursos financieros y humanos de los que tiene acceso, se encuentra hoy en el centro de atención de autoridades, sociedad política, sociedad civil y comunidad internacional. A decir de Hernández Gómez (2018) la corrupción es “toda violación o acto desviado, de cualquier naturaleza, con fines económicos o no, ocasionada por la acción u omisión de los deberes institucionales, de quien debía procurar la realización de los fines de la administración pública y que en su lugar los impide, retarda o dificulta”.
Por primera vez confluyen los actores mencionados, en la idea de combatir y erradicar para siempre ese flagelo, enviándose señales claras desde la órbita del Poder Ejecutivo, tales como la designación al frente de la Dirección General de Ética e Integridad Gubernamental, de una funcionaria de valores éticos morales comprobados y de un funcionario proveniente de la sociedad civil vinculada al tema de la transparencia en la Dirección General de Contrataciones Públicas; así como de un Ministerio Público independiente que ha dicho tener como propósito acabar con la impunidad.
Digamos entonces que el presente Gobierno ha identificado la lucha contra la corrupción como uno de sus objetivos y, en consecuencia, debe expresar su voluntad política en erradicarla impulsando acciones en ese sentido o, más bien, formulando políticas públicas en torno a la corrupción. De esto debemos ocuparnos para que no caigamos en la simple reacción coyuntural, y garantizar la sostenibilidad en el tiempo del combate a la corrupción.
Se han identificado como ilícitos asociados a la corrupción el cohecho, malversación, concusión, evasión fiscal, enriquecimiento ilícito, tráfico de influencias, extorsión, fraudes, soborno, nepotismo y despotismo, entre otros, los cuales están normados y sancionados en el Código Penal Dominicano, bajo el titulo de Crímenes y Delitos contra la Cosa Pública, así como en leyes especiales.
En tanto conducta desviada y socialmente peligrosa que se subsume en ilícitos penales, la corrupción es objeto de tratamiento y persecución del derecho penal, por ello somos del criterio de que dada la trascendencia de la corrupción y de su impacto en el tejido social dominicano, se requiere de la formulación de una política criminal especial contra la misma. Por cuanto la política criminal, definida como “el conjunto de respuestas que un Estado estima necesario adoptar para hacerle frente a conductas consideradas reprochables o causantes de perjuicio social con el fin de garantizar la protección de los intereses esenciales del Estado y de los derechos de los residentes en el territorio bajo su jurisdicción”, es la estrategia adecuada para su persecución, enfrentamiento y sanción.
Una política criminal contra la corrupción se ocuparía no sólo de la reacción al delito, sino también de su prevención y de hacerle frente a las consecuencias que la corrupción implica. En por esto que se requieren de medidas diversas, de carácter social, jurídico, cultural y, de manera especial, de naturaleza penal, de tal suerte que las mismas se puedan imbricar con el funcionamiento del sistema penal, en sus tres niveles básicos, a saber: i) criminalización primaria, encargada de la elaboración y definición de las normas y estrategias penales; ii) criminalización secundaria, que tiene por objeto la investigación y judicialización; y iii) criminalización terciaria, que se encarga de la ejecución de las sanciones.
Pero nos preguntamos ¿tiene la institucionalidad dominicana los órganos que permitan adoptar una política criminal integral contra la corrupción? Sin lugar a dudas la respuesta es positiva. No obstante se hace necesaria la adopción de nuevos estamentos, como también la creación de una instancia de coordinación de los distintos órganos de prevención y persecución de la corrupción y, por igual, que sea revisada y mejorada la legislación penal al respecto.
Esa política criminal contra la corrupción deberá hacer énfasis en el elemento educativo, como piedra angular de la lucha contra la corrupción, de ahí que sea factible la creación del Instituto Nacional por la Transparencia, el cual tendría como funciones esenciales: 1.- Asesorar al Poder Ejecutivo en la transparencia y lucha contra la corrupción; 2.- Diseñar, revisar, desarrollar e implementar la estrategia y campaña nacional por la transparencia y contra la corrupción; y 3.- Formular y desarrollar planes y programas educativos por la transparencia y contra la corrupción.
Para evitar la dispersión, el celo y la lucha interinstitucional entre las agencias anticorrupción el Estado debería velar y promover la creación de un espacio de coordinación, algo así como el Sistema Nacional de Transparencia y Lucha contra la Corrupción, del cual formarían parte la Dirección General de Ética e Integridad Gubernamental, la Dirección General de Contrataciones Públicas, la Procuraduría General de la Republica, y el propuesto Instituto Nacional por la Transparencia, para desde aquí garantizar el diseño y ejecución de las políticas, planes, programas y proyectos relativos a la transparencia y lucha contra la corrupción.