En su libro “El Pontífice: un asesino para tres papas”, Gordon Thomas y Max Gordon-Witts relatan que tras la muerte de Pablo VI, a comienzos de agosto de 1978, mientras esperaban por la elección del nuevo custodio de las llaves de San Pedro, las turbamultas reunidas en las plazas de Roma y el Vaticano, mostraban letreros con una rogativa: “¡Escoged un Papa católico!”
Las multitudes de Roma querían significar con su demanda de un “Papa católico”, el ascenso de un hombre más consciente de sus deberes pastorales, que comprometiera a la iglesia con los pobres. Anhelaban un Papa para todo el mundo, no solamente para los católicos. Un líder que al mismo tiempo no pretendiera consuelos o fórmulas cristianas para aquellos que no lo eran. Un hombre, en definitiva, que supiera sonreír y pudiera penetrar así más fácilmente el alma de los hombres y atender sus inquietudes.
Era que la encíclica “Humanae Vitae” había distanciado al Vaticano de los fieles, al mantener la inflexibilidad sobre un tema tan anhelante como el de la planificación familiar. Lo demostraba un hecho. Cuando la cuestión fue sometida a un referéndum, sus resultados dejaron claramente al descubierto cuán distante se hallaba en Italia la iglesia de los católicos en un asunto de tanta trascendencia.
Los católicos aprecian sin duda la constante preocupación de sus pastores acerca de los problemas cotidianos que los aquejan, como el desempleo, la marginalidad y la carencia de oportunidades. Pero el activismo de muchos de ellos en temas ajenos a la misión pastoral de la iglesia y el sectarismo con respecto a otras denominaciones cristianas y monoteístas deja en miles de fieles profundos vacíos espirituales. Hay millones de sacerdotes que honran su piadosa misión y salvan con ello a la iglesia, pero muchos papas y obispos han terminado haciéndole compañía al demonio en el Infierno.