[El 31 de julio de 2008, cuando no se había aprobado la reforma constitucional de la Constitución de 2002, no existía siquiera el Tribunal Constitucional (TC), no pululaban como ahora los constitucionalistas de nuevo cuño y apenas se discutía sobre el régimen constitucional de la nacionalidad, publiqué este artículo, que reproduzco en esta ocasión de ánimos caldeados por la reciente Sentencia 168/2013 del TC sobre el tema. Espero que su lectura ilustre mejor a quienes hoy me tildan de vil traidor a la Patria y piden que me cuelguen por mis ideas en la plaza pública. Sobra decir que soy un creyente fiel y fervoroso del debate libre de las ideas. Creo, junto con Peter Haberle, que, en una sociedad abierta de intérpretes constitucionales, incluso, la interpretación constitucional absurda merece ser escuchada y considerada. Como diría Adriano Miguel Tejada, solo “las dictaduras no aguantan sandeces”].

Uno de los grandes errores cometidos por la izquierda liberal dominicana ha sido el dejar el tema nacionalista en manos de la derecha. De ese modo, se ha asociado todo el espectro político del liberalismo a las causas antinacionalistas, a pesar de que han sido los liberales los que en dos ocasiones del siglo pasado (1916 y 1965) han enfrentado a la única entidad política que ha puesto en peligro verdadero a la nación dominicana. Hoy el nacionalismo dominicano es, como lo diseñó la ideología trujillista, un nacionalismo que se estructura a partir de la oposición a Haití y a lo haitiano.

Y, sin embargo, hoy más que nunca los dominicanos requerimos un nacionalismo liberal, un nacionalismo que tome en serio no solo la nación sino también los derechos fundamentales de los ciudadanos y de los habitantes del territorio nacional. Asumir plenamente las exigencias nacionales obliga a concebir el patriotismo desde, por y para la Constitución, pues  “no hay  patria alguna en el despotismo” (La Bruyére). El amor a la patria es solo y puede ser amor a la Constitución republicana. El patriotismo es, en consecuencia, “amor a las leyes y a la patria”, ya que “el amor de la república, en una democracia, es el de la democracia, el amor de la democracia es el de la igualdad” (Montesquieu).

Un nacionalismo liberal se orienta a partir de una nacionalidad basada en un “ius soli” que define la condición del nacional y del ciudadano en términos de contrato y de adscripción a los valores de una comunidad democrática y republicana. Esa nación, como bien afirma Juan Pablo Duarte, “está obligada a conservar y proteger por medio de sus delegados, y a su valor de leyes sabias y justas, la libertad personal, civil e individual, así como la propiedad y demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen sin olvidar para con los extraños, a quienes también se les debe justicia”. Es una nación donde se juntan “blancos, morenos, cobrizos, cruzados” y que se organiza en un Estado cuya finalidad principal, tal como dispone el artículo 8 de la Constitución, es la protección efectiva “de los derechos de la persona humana”.

El nacionalismo liberal es inclusivo pues no define la nacionalidad a partir del color de la piel o de la etnia. Es universalista porque reconoce los derechos fundamentales a todas las personas no importa su nacionalidad y tan solo asigna derechos políticos a los nacionales mayores de edad. Es participativo pues permite a los extranjeros aspirar a funciones electivas en los municipios como lo reconoce la Constitución vigente [esto fue modificado en 2010]. Es social porque entiende que no puede haber democracia sin igualdad y porque reconoce que la igualdad es palabra huera allí donde no reina el acceso igual a los bienes y derechos sociales básicos. Es cultural pero en la medida que “nos identifica con una misma cultura política, nos hace sentirnos miembros de una sola comunidad política, más allá de las identidades nacionales o culturales de cada persona y de cada comunidad nacional o cultural con la que también se siente identificado” (Habermas).

El nacionalismo liberal busca controlar la inmigración al territorio nacional pero condena el despojo del derecho al nombre, a la identidad y a la nacionalidad de cientos de miles de dominicanos a quienes se pretende convertir en una reserva de mano de obra barata compuesta por ciudadanos de segunda, por no-personas. Toma en serio la cuestión haitiana pero condena la discriminación y el racismo. Asume, por demás, el desarrollo de la frontera como un problema dominicano y no de las grandes potencias. En Haití ve a una nación hermana, un destino de exportación y a un socio en la cooperación.

En fin, para los nacionalistas liberales la patria no es la que es sino la que debe ser. Una patria que asume que es deber de todos defender la Constitución y que el único patriotismo válido es el patriotismo constitucional. Una patria de seres humanos iguales en derechos y en dignidad humana. Una patria en donde hay que ser justos lo primero (Duarte) porque solo se puede querer una patria que sea justa con las personas y los ciudadanos.