Se necesita una firme comunión de voluntades ante uno de los grandes desafíos del porvenir y es un error enfocarlo como un problema del gobierno y no de la República. Me refiero al Pacto Fiscal, y la importancia de percibirlo con la amplitud de un acuerdo nacional, similar al de la educación, y no como una simple reforma tributaria. Un pacto de esa naturaleza debe considerarse desde una perspectiva distinta a experiencias pasadas, cuando toda reforma implicaba incrementar las fuentes de captación de recursos, sin propósitos más allá de esa necesidad inmediata.

No es difícil suponer que esas experiencias origen temores y alimenten una oposición de rechazo a nivel político y empresarial. Pero del éxito de esa iniciativa, de la voluntad para concertar un pacto nacional de gran alcance, dependerá la capacidad futura para enfrentar las grandes y crecientes necesidades en áreas como la salud, el medio ambiente, la seguridad ciudadana, la estabilidad económica, la creación de empleos e incluso el estado de derecho. Y aunque esto último pueda parecer fuera de contexto, la realidad es que la fragilidad institucional resultante de la incapacidad para resolver los problemas en esas y cualquiera otras áreas, inutilizaría todo esfuerzo para mejorar las expectativas de la población y, por ende, garantizar la paz social de la República.

De manera que el llamado a un Pacto Fiscal debe verse como un compromiso ajeno e independiente de toda rivalidad política y no como una simple intención de aumentar los ingresos fiscales, porque con toda seguridad en la búsqueda de ese acuerdo surgirían fórmulas para mejorar la calidad del gasto público y promover un sistema impositivo más justo para reducir la evasión y obligar a pagar en la medida en que cada ciudadano pueda y deba.  Una oportunidad para tener un sistema impositivo fruto de un gran acuerdo y no de una voluntad individual.