A cualquiera se le pueden pegar las sábanas alguna mañana. A cualquiera excepto a él. Desde hace años la costumbre, esa ama inclemente, interrumpe sus sueños sin necesidad de una alarma, y lo saca siempre de la cama, así como lo hace ahora.

Poco rato después va saliendo de su casa con el sombrero y el abrigo puestos, y estrechando un bastón entre sus viejas y leales manos. Refunfuñando en un tono tanto alegre como gruñón, como saben hacer los ancianos bonachones pero biliosos, saluda a su vecino.

Era una mañana nublada y fría. La calle mal pavimentada estaba cubierta de una escarcha helada y punzante. A medida que  Don Ubaldo se acercaba a la casa que visitaría, su paso se volvía más ligero, y su rostro acurrucado en barba cuidada y blanca, mostraba mejor su gozo de vivir.

La pequeña casa estaba situada a la izquierda de un gran y soberbio roble. Lucía una apariencia impecablemente femenina con sus tejas lustrosas y jardín que, sabía él, era tiernamente atendido en primavera para que no diera cabida a una sola hoja fuera de lugar, aunque ahora tanto el jardín como el roble, lucieran secos. Llamó varias veces a la puerta sin recibir respuesta, y como era de esperar, no tardó en impacientarse. Observó que al vidrio de la ventana, lo cubría la figura de un simpático niño al que conocía. Se acerca a él, y le hace señales para que la abra.

–      Hola Guillermo. ¿Cómo estás?

Lo saluda.

–      Hola Don Ubaldo, yo bien, aunque algo ocupado, ¿Y usted?

–      Pues con un poco de frío, ¿Podrías abrirme la puerta y dejarme pasar?

–      Lo siento Don Ubaldo, no puedo. Como le dije, estoy ocupado.

Le dice Guillermo con mucha seriedad, aunque haciendo notar que lamentaba no poder ayudarlo. A Don Ubaldo le cosquillea la curiosidad.

–      Entiendo. ¿Y en qué estás tan ocupado?

–      Espero un por siempre, y me han dicho que hay que estar muy atento a su llegada.

–      ¿Esperas un por siempre?

Guillermo lo mira con mucha paciencia, como debe tener todo niño que intenta explicarle a un adulto cosas importantes de la vida.

–      Sí Don Ubaldo, un por siempre. Es decir, un amor.

Al escuchar esa respuesta, a Don Ubaldo lo invadió una aprensión singular. Estaba conmovido.

–       ¿ Y lo esperas aquí? ¿ Por qué no mejor vas y lo buscas?

–       ¿Buscarlo? ¿ Al amor, Don Ubaldo? Ya entiendo por qué ha tardado usted tanto.

–        Pues sí, buscarlo. Quizás no venga tocando a tu ventana.

–        A mi abuela le funcionó.

Le dice pícaramente Guillermo, y continúa:

–        Además, usted siempre ha dicho que espera un por siempre.

–       No, no. He dicho que espero por siempre. Es distinto.

–        Ah.

Responde Guillermo, intentando comprender las complicadas racionalidades de Don Ubaldo.

–        Verás, muchacho, no todos los amores grandes son largos. A veces vienen y se van. Luego se queda uno esperando, a veces por siempre, como yo.

–         Pero si ya se marchó, ¿Qué espera?

Don Ubaldo mira hacia dentro de la casa. Puede ver a través de la puerta de la cocina una bruñida máquina cobre de hacer café, de la que se eleva un ligero vapor que empaña las tazas colocadas en una bandeja al lado. Suspira, y responde:

–       Espero a que regrese.

Guardaron un corto silencio, y luego le pregunta a Guillermo:

–        ¿ Sabes dónde está tu abuela?

–        Está concentrada en una conversación telefónica mientras espera que el café esté listo.

–         Entiendo. Guillermo, tengo mucho frío… Abrirme la puerta tardará menos de un minuto.

–        No puedo. Mire a mi abuela… Tiene toda la mañana esperándolo, se va un momento, usted llega, y no está aquí para recibirlo. ¿ Y si llega el mío en lo que le abro la puerta, quién lo recibe?

–        Como habrás notado, he esperado a que regrese tu abuela por mucho tiempo, y lo seguiré haciendo por siempre. Si tu amor llega, también lo hará.

Guillermo se muestra dudoso, y Don Ubaldo le dice:

– Pero fui yo quien vino… Debes ser tú quien vaya a buscar el suyo. Tu por siempre estará en alguna ventana, esperándote.

Esto parece convencerlo, y se va a abrirle la puerta de entrada. Cuando lo hace, se asoma también una señora con expresión alegre y sonrojada, que se limpia las manos minuciosamente en su delantal de tela, mientras anuncia que el café ya está servido.

Qué tan bien se escuche en la cocina lo que se dice en la ventana, no lo sabe Don Ubaldo.