¿Por qué no me sorprendo al saber que Santo Domingo es la ciudad peor evaluada del mundo en cuanto a transporte y movilidad urbana? Así aparece en un estudio realizado por la Escuela de Negocios de España en 135 de las principales ciudades del mundo. Todo aquel que vive en este desorden permanente sabe que es así y que no hay muchas esperanzas de que el estado de cosas cambie dentro del mediano plazo.
Ahora bien, habría que preguntarse: ¿por qué hemos caído tan bajo que la calificación obtenida en esta evaluación fue de 0.00? ¿Qué persona mentalmente sana puede sacar el mínimo minimorum en cualquier tipo de medición? La respuesta esclarecedora no es sencilla para un deterioro tan complejo que ha tomado tres cuartos de siglo en ser creado.
Muchas veces hemos dicho que, peor que la enfermedad es tener un médico malo. Y quizás eso no sea absolutamente cierto para el caso de la ciudad primada de América, pero por ahí anda parte del problema. Sobre la preparación profesional y ejecución gerencial para manejar la ciudad, descubrimos varios factores. El primero es que la capital dominicana muy pocas veces ha sido gobernada por una persona versada en cuestiones urbanas. Otro factor es que varias de las personas que ocuparon los más altos cargos eran forasteros que no respetaron los valores de la capital dominicana.
Durante la tiranía de Trujillo, el manejo de la ciudad estuvo a cargo de un Consejo Administrativo. El presidente de ese organismo hacía de Síndico y era, normalmente, un cachanchán del tirano o de su hijo Ramfis Trujillo. Por ahí pasaron trujillistas como Virgilio Álvarez Pina, Marcos Gómez, Pedro Pablo Bonilla y Horacio Ortiz Álvarez. A estos se les hacía más fácil gobernar, no sólo porque la ciudad era chiquita, sino porque la tiranía de Trujillo tenía los juegos muy pesados. A su favor, esos políticos tenían el hecho de que eran capitaleños y parecían sentir algún respeto por el lugar que los vio nacer.
Desaparecido Trujillo, empezaron a designarse en ese cargo una serie de personajes vinculados a los sectores más conservadores del país. Paradójicamente, el Consejo de Estado y el Triunvirato golpista designaron entre 1961 y 1966 a varios ingenieros como síndicos. Así llegaron al Ayuntamiento Salvador Sturla, Tancredo Aybar Castellanos, Amaury Matos y Luperón Flores. Pero nunca más recibiría la capital dominicana a la cabeza de su administración a un profesional universitario con conocimiento básico de urbanismo.
El Partido Revolucionario Dominicano, el Partido de la Liberación Dominicana y el Partido Reformista se han confabulado para destruir la ciudad primada de América. En 1966, el PRD logró la elección del psiquiatra José Ramón Báez Acosta, quien sólo duró dos años en el cargo. Luego vino la ráfaga de politiqueros balagueristas con Guarionex Lluberes primero y luego Manolín Rodríguez Jiménez, a quien Balaguer le dio un golpe de Estado para poner la marioneta que fue Juan Rafael Estrella Rojas.
Cuando el PRD llegó al poder en 1978, lograron la elección de Pedro Franco Badía, quien ejecutó la más tormentosa administración conocida hasta la actual sindicatura. Al final de su período, José Francisco Peña Gómez, secretario general de ese partido, dijo que no lo encarcelaba porque era muy amigo de su familia. Como era de esperarse del indisciplinado PRD, en 1982 provocaron un proceso selectivo tan caótico que el propio Peña Gómez tuvo que asumir la candidatura.
Peña Gómez sembraría chachases y lo sucedería su compañero, Rafael Suberví, abogado de Barahona, agudizándose con éste el deterioro urbano que se ha hecho indetenible. Como mojones en chorrera empezaron a llegar entonces hasta la administración de la ciudad el locutor de radio Rafael Corporán, el combero Johnny Ventura y el cómico Roberto Salcedo. Los gobiernos de esa trilogía solo pudieran ser comparados con una acción terrorista dirigida a aniquilar a la ciudadanía ahogándola en basura, destrozándola con accidentes de tránsito, creando una pandemia permanente con enfermedades virales y forjando el espacio propiciatorio para que la delincuencia común se desarrolle.
Con este historial, no hay que sorprenderse por qué somos habitantes de la peor ciudad del mundo, esa que alguno dijo convertiría en un New York chiquito y ha acabado siendo una pocilga maloliente.