Acostumbrado a escribir sobre temas culturales, y muy particularmente del que tiene que ver con el patrimonio histórico y artístico, en ocasiones, salpicados del turístico, temas muy ligados uno al otro y que, como he dicho, conforman un binomio de desarrollo, me he visto precisado a escribir sobre un tema que tiene empantanada, desde hace algún tiempo, a la mayoría del pueblo dominicano.

En mis dos últimos artículos no me he estado refiriendo a lo que me ha mantenido atado, por tanto tiempo y, a su vez, me he puesto a escribir sobre política, un tema que no domino, y no me interesa, al igual que a muchos otros ciudadanos de nuestro país.

A diferencia de lo que sucedía con mis artículos culturales, que apenas uno que otro se molestaba en comentarlos, al través de este mismo medio, o de manera personal, es notorio lo sucedido, después de escribir sobre política. Como han proliferado los comentarios, asintiendo, y aumentando los decibeles. Lo que justifica lo que siempre he dicho: que al dominicano promedio solo le interesan los tres temas cuyos nombres comienzan con “P”. Trate de adivinar cuales son, y dígame si tengo o no razón.

A todo esto yo he dicho, que si a los que nos provoca comentar sobre algo al través de los medios, decidimos encasillarnos en los temas que dominamos, que nos agradan, y creemos pueden conducirnos a lo que tanto anhelamos, como es nuestro desarrollo, aunque a la gran mayoría de los  lectores no lo crean, ni les interese, o los anime a comentarlos, lo que estamos haciendo, entonces, es lanzar palabras al viento, como dijera uno de nuestros pasados presidentes y, por supuesto, perder nuestro tiempo, miserablemente.

Convencido de esta verdad, tan de Perogrullo, y sentida en carne propia la situación por la que estamos atravesando los dominicanos, desde hace un buen tiempo, me propuse no seguir escribiendo más pendejadas y, de ser necesario, ponerme en órbita, como solemos decir los dominicanos. Y aunque no soy político profesional, ni miembro de partido alguno, ni nada que se parezca, pero tampoco un ignorante, y sí me importa lo que está sucediendo en mi país, me senté a escribir “La marcha de los pendejos”, que, al parecer, ha causado cierto furor entre los lectores de Acento.com.

Con “El país de uno”, tan dominicano como mexicano, seguí tocando temas sensiblemente preocupantes para la inmensa mayoría, y quise darle a los lectores que me siguen algunas explicaciones del por qué este cambio de actitud, de mis lamentos y protestas, cosa que no había hecho, de esta manera, nunca antes.

Desde joven, me concentré en actividades culturales y sociales, además de las propiamente escolares y universitarias. Independientemente de no favorecer los temas políticos, en parte, por tratarse de la época en que me tocó vivir mi juventud, o por las razones que fueran, nunca me envolví en actividad alguna de este tipo. Por un lado, mi padre las desechaba, y aunque tuvo que desarrollar su existencia en medio del proceso dictatorial en que vivía, logró vadearlo sin consecuencia negativa alguna para él y su familia. Y por el otro, nunca me sentí entrampado por lo que percibía, aunque no dejaba de reconocer lo que estaba sucediendo.

Y así llegué hasta que la dictadura entró en aguas profundas, cuando la marea se tornaba insoportable, alcanzando áreas a las que nunca había llegado, y era necesario hacer lo que no habíamos hecho hasta entonces. Lo que provocó que muchos tuviéramos que involucrarnos, de una u otra forma.

De ahí que, en diciembre de 1960, fuera apresado por las hordas del Servicio de Inteligencia Militar (SIM), conducido a la Cuarenta y, posteriormente, a la cárcel de La Victoria. Todo por un comentario que hice, en el transcurso de un pasadía, en una finca del pelotero amigo Guayubín Olivo, en el que mencioné la palabra CHAPITA, refiriéndome a Trujillo, por lo que fuera chivateado por una persona muy cercana a mi familia.

Pasados los seis meses en que me mantuvieron en prisión, logré salir al exterior, donde pude recomponer mi vida, hasta regresar a la Patria, siete años más tarde, para fundar, y dirigir por doce años, la Oficina de Patrimonio Cultural (OPC), cargo en el que me mantuve sin inmiscuirme en política. Lo que se constituyó en un extrañísimo caso, dado el hecho, de que con el éxito que lograra, y el respaldo del Presidente Balaguer, no tuviera que llegar a ser miembro del partido de gobierno, ni convertirme en uno de los tantos genuflexos, como ha sido la actitud de un gran parte de mis compatriotas, cuando alcanzan alguna posición oficial. Sea esta como ministro o como mensajero.

Años más tarde, complaciendo al Profesor Juan Bosch, me hice miembro del movimiento político Cambio 94, en el que me mantuve hasta pasadas las elecciones. Despidiéndome, de por vida, de toda actividad relacionada con la política activa. De la que no me arrepiento, ni me arrepentiré jamás.

Sin pretender entrar en comparaciones, no puedo negar, que lo que ha estado sucediendo en nuestro país, de un tiempo a esta parte, es algo digno de preocupación, no solo por los desaciertos políticos que hemos estado padeciendo, de los que, como expresa la mayoría del pueblo, “basta ya”, por el dispendio, la corrupción y falta de consideración, que ha estado dominando el accionar de la vida pública dominicana, en la que han participado tantos “hijos de machepa”, como diría Don Juan. Que de infelices sobrevivientes barriales o pueblerinos, han llegado a convertirse en grandes potentados, económicamente hablando, así como en “señores” que han pretendido escalar posiciones sociales, que nunca antes hubieran podido aspirar.

Quedarse callado en momentos como estos, en los que politólogos, comentaristas radiales y televisivos, al igual que escritores y analistas profesionales, se han desatado denunciando situaciones diversas, sería como dijera un monje, ante la persecución de un ladrón, que se refugió en su convento, habiéndolo visto pasar, con las manos metidas dentro de las mangas de su sotana, decir, por aquí no pasó. Y yo no he querido pertenecer a ese bando, la mayoría de cuyos componentes prefieren conservar sus cuestionables privilegios, antes que joderse.

Y así continúan las cosas, hasta que un día surja lo inesperado, y sorpresivamente se arme las del carajo.