Jesús de Nazaret fue perseguido, enjuiciado, condenado y crucificado: porque se identificó con el esperado Mesías que los profetas del Antiguo Testamento decían que venía a liberar al pueblo de Israel. Convencido de ser enviado de Dios, se destacó como sanador de enfermedades, exorcista, hacedor de grandes milagros, predicó con autoridad, atrajo a multitudes por su carisma; sobre todo, enervó el cimiento de la tradición y la usanza del Talmud (compendio de las tradiciones, preceptos, ceremonias y doctrinas de la religión judía).
Los hechos de Jesús consternaron a dirigentes religiosos y la cúpula social. Estos sintieron que su dominio era amenazado; además, los representantes del Imperio Romano, que gobernaban en Palestina, sospecharon de su creciente influencia en el pueblo de entonces.
Jesús de Nazaret fue predicador, especialmente por la parte norte y central de Palestina (Galilea, Samaria, rio Jordán, Caná, Cafarnaúm…). Fue dos veces a Jerusalén. La segunda y última vez, entró en la ciudad cabalgando en un burro y fue exaltado por una multitud que hacia aclamaciones dignas de un héroe que regresaba de lograr una importante batalla o conquista, el gentío gritaba: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!”. (San Marcos 11:10). Este acontecimiento llamó poderosamente la atención a la autoridad religiosa y gubernamental.
Después de la apoteósica entrada un domingo en Jerusalén, Jesús fue al templo al otro día y comenzó a echar de allí a los que hacían negocios y cambiaban dinero. No permitía que nadie pasara por el templo llevando cosas. Enseñó que las Escrituras dicen: “Mi casa será declarada casa de oración para todas las naciones, pero se había hecho cueva de ladrones”. (San Marcos 11:17).
Posteriormente del acto de la purificación del templo se acrecentó la persecución a Jesús, fue traicionado por Judas Iscariote, uno de sus discípulos, apresado y llevado ante la Junta Suprema (Sanedrín) de los judíos, e interrogado por Caifás el Sumo Sacerdote. Este le preguntó: “¿Eres tú el Mesías, el hijo de Dios bendito?” Jesús le dijo: “Si, yo soy”. Ante esta afirmación, el Sumo Sacerdote se rasgó las ropas en señal de indignación y consideró que el Nazareno había dicho palabras ofensivas contra Dios, expresiones catalogadas como blasfemia, y culpable de muerte. (San Mateo 26:65).
Los miembros de la Junta Suprema apoyaron con unanimidad que Jesús era reo y debía morir. La cúpula de los dirigentes religiosos llevó a Jesús ante Poncio Pilato, prefecto/gobernador de Jerusalén, para ser enjuiciado. El Nazareno fue interrogado y condenado a morir, instigado por los jefes religiosos judíos y la conveniencia política del representante del Imperio Romano.
El hecho de perseguir, condenar y crucificar a Jesús, el Hijo de Dios, se debe a la confabulación de los recalcitrantes religiosos y la utilidad política de Poncio Pilato; pues, la mezcla de la religión y la política, puede crear una nefasta situación, una realidad peligrosa, que puede hacer mal a individuos, a grupos sociales y al pueblo.
La mayoría de los seres vivientes adversan a otros para defender su territorio, su fuente de alimentación, su pareja, o su cría. Sin embargo, los seres humanos, se pelean unos contra otros, por: envidia, prejuicio racial, patriotismo exagerado, usurpación de bienes materiales, conquista de territorio ajeno, fanatismo debido a diferencias de dogmas religiosos, por salvaguardar el estatus social, la influencia y el egoísmo de disfrutar del poder político.
Jesús fue crucificado por la combinación de algunos de los males arriba señalados; pues, a pesar de la conciencia crítica y de los valores éticos-morales, que supuestamente deben tener los seres humanos; hay tendencia de ser malévolo. Nos peleamos sin escrúpulo, robamos sin vergüenza, traicionamos sin remordimiento, y matamos sin contemplación. Así sucedió con Jesús el “Cristo Incomparable”, como le tituló el doctor John Stott.