La izquierda cultural pretende hacer socialmente inaceptables, o incluso ilegales, las distinciones entre grupos, incluso en aquellos casos en que estas distinciones están avaladas por la evidencia. Esta tendencia es especialmente dramática en el campo de las políticas de familia.
Tradicionalmente las sociedades occidentales y, de hecho, casi todas las culturas documentadas, han dado un estatus especial al matrimonio. Hoy en día, esto se considera cada vez más una forma de discriminación, y quienes defendemos el estatus especial del matrimonio somos acusados de fanatismo. Los propulsores del cambio cultural no ven motivo alguno para promover el matrimonio con preferencia a otras formas de familia, y por lo tanto suponen que el deseo de favorecer el matrimonio tradicional sólo está motivado por los prejuicios.
Evidentemente, la definición tradicional del matrimonio como la unión de un hombre y una mujer está sometida a una gran presión por parte de los activistas de los derechos gays y sus numerosos y poderosos aliados. Sin embargo, el estatus especial del matrimonio ya se encuentra amenazado por quienes afirman que no debe favorecerse el matrimonio por encima de las familias monoparentales, las parejas de hecho, las familias reconstruidas o incluso frente a quienes forman relaciones de cuidado y dependencia sin vínculos sexuales.
Los defensores del matrimonio tradicional a menudo tenemos grandes dificultades para responder a las acusaciones de fanatismo que se nos lanzan, acusaciones que intimidan a muchos hasta el punto que evitan este debate por completo. Pero, de hecho, es bastante fácil rebatir esta acusación, dado que se trata de un insulto que pasa por alto los excelentes motivos que hay para dar un estatus especial al matrimonio.
Estos motivos tienen que ver con una correcta comprensión del principio de igualdad de trato, según el cual las situaciones similares deben ser tratadas de forma similar, y muy pocas personas no estarían de acuerdo con él. Por lo tanto, no sería correcto favorecer a un hombre para un puesto de trabajo frente a una mujer con la misma formación, simplemente por el hecho de que el primero es un hombre. Esto sería una discriminación y una injusticia.
Pero por otro lado, es del todo racional tratar las situaciones distintas de maneras distintas. Por ejemplo, nadie contrataría a una persona de ochenta años como piloto. Esto constituye discriminación en base a la edad, pero se trata de una discriminación justificada, por lo que no suele verse como discriminación. El motivo por el que las sociedades han asignado un estatus especial al matrimonio ha sido la manera de favorecer ese concepto. Hasta hace muy poco, se esperaba que un hombre y una mujer se comprometieran públicamente de por vida antes de ponerse a tener hijos.
Resulta cada vez más claro que esta creencia tiene una base racional sólida, pues la investigación ha confirmado que poner en entredicho el estatus especial del matrimonio ha tenido un efecto muy perjudicial para los niños y ha privado a millones de ellos de sus madres y sus padres. Estas investigaciones han confirmado lo que siempre hemos sabido: que el matrimonio tradicional es una institución social singularmente propicia para los niños, y que por lo tanto no constituye un acto de discriminación darle un trato distinto. De hecho, es un grave error de política social no hacerlo.