Un amigo cibaeño recién me explicaba que después que cruza La Cumbre, él “decansa ei veibo.” El chiste encierra un secreto vital, como veremos. Para empezar, cabe preguntar, ¿y qué si un paso contundente hacia nuestro desarrollo social fuera cambiar nuestra relación con nuestro lenguaje? Con nuestra manera de hablar? ¿Y qué si el camino hacia una ciudadanía competente y socialmente activa fuera el de “la calle”?
Nadie en su sano juicio cuestionaría el que la educación crea las condiciones para que florezcan la creatividad, el discernimiento y la participación social que nos libran de todo mal. También es sabido que el desarrollo humano es base de un desarrollo socio-económico integral y estable, y que las sociedades más sanas son las conformadas por ciudadanas y ciudadanos educados, es decir, equipados con un buen entendimiento de sí mismos y de sus realidades física y social.
Estas frases capturan verdades comúnmente aceptadas. Pero presumen que la educación formal es consistentemente expansiva, liberadora e inclusiva. Plantean que a más educación formal, más bienestar individual y colectivo. Pero un análisis crítico nos demanda considerar que no toda educación es igual ante los ojos de Dios. Una actitud crítica invita a cuestionar el universalismo, la presunta objetividad y el progreso implicados en toda teoría o política administrativa. Las teorías pedagógicas se corresponden con modelos sociales adoptados por los individuos y grupos que avanzan dichas pedagogías. Una educación que parte de una negación de los conocimientos de la población, que requiere que los individuos se acojan a un proceso de “mejoramiento” al que no todos tienen acceso, y que luego premia a unos con validez para hablar mientras castiga a otros con la exclusión y el silencio, no reproduce ni la auto-estima de dicha población, ni la innovación, ni la solución más efectiva de los problemas colectivos. Por lo mismo, yo diría que la afamada corrección gramatical, defendida con tal pasión por aquellos que la poseen, representa un buen caso para identificar la fuerza homogenizante y estratificante de una educación que impone una manera de ‘ser y estar’ normativa o ideal, en vez alimentar una identidad positiva y saludable. Sus implicaciones son caducas y peligrosas, y yo propongo que soltemos todo eso en banda.
Me explico. En los círculos de estudios lingüísticos y sociológicos en los que participo, hay dos conceptos de relevancia para este breve análisis. Uno es la “inseguridad lingüística.” El otro es la “consciencia crítica del lenguaje.” El primer término fue acuñado por el reconocido lingüista estadounidense William Labov, y fue identificado como fenómeno presente en la comunidad dominicana por la también reconocida lingüista “antropolítica” Ana Celia Zentella. En su estudio sobre varios grupos de Latinoamericanos en Nueva York, Zentella encontró que dominicanos y dominicanas padecemos del mayor nivel de inseguridad lingüística, refiriéndose a la percepción negativa que tenemos de nuestra forma de hablar comparados con boricuas, cubanos, colombianos, ecuatorianos y mexicanos entrevistados. La inseguridad lingüística se traduce en baja auto-estima. Y no es difícil extrapolar que tal baja auto-estima debe tener implicaciones negativas para nuestra participación digna y efectiva en las sociedades dominicana y global.
Por otro lado, “la consciencia crítica del lenguaje,” (en inglés, critical language awareness) es mucho más que el manejo efectivo del vocabulario, la ortografía o la gramática oficial. Es el entendimiento de la naturaleza viva del lenguaje, que como fenómeno humano, biológico e histórico, nace, crece, se reproduce y muere ecológica y socialmente. Es el reconocimiento de la relación dialéctica (o sea, de retro-alimentación y reproducción) entre dinámicas sociales, cognitivas, lingüísticas y culturales; y a partir, la valoración equitativa de los distintos códigos y dialectos, ya que estos se corresponden con sus respectivas prácticas, instituciones, geografías y principalmente, experiencias de sus hablantes.
Hoy día, disciplinas como la socio-lingüística, la psicología cognitiva (avanzada por la neuropsicología) y la antropología lingüística, convergen en hermosas teorías sobre la interrelación de las capacidades mentales o cognitivas y lingüísticas, y sobre sus bases socio-culturales. El primer aspecto se refiere a la inseparable relación del lenguaje y el pensamiento según crecemos en interacción con nuestro mundo circundante y desarrollamos nuestras diversas identidades sociales. El segundo apunta hacia la fuente dinámica y localizada del lenguaje, el cual se genera en el seno de relaciones que establecemos con nuestros mundos natural y social. La consciencia del lenguaje como fenómeno cognitivo-social plantea que no puede haber un lenguaje mejor que otro, porque si así fuera, ¿cuáles serían las bases de tal desigualdad?
Además, cabe preguntar, ¿de dónde viene el lenguaje “correcto”? ¿A quiénes les pertenece? A quienes codificaron y formalizaron una forma particular de hablar y escribir. Es decir, una versión “correcta” e “institucionalizada” del lenguaje. El lenguaje siempre le pertenece a alguien, siempre es de un lugar. Y en la medida en que se hace más normativo, se convierte en un modelo artificial, desarraigado y deliberado, nacido en instituciones sociales normativas. Y es sólo eso, una versión particularmente valorada y promulgada, cuyas estructuras y funciones se reproducen a través del valor social que se les asocia por añadidura y de manera circular. Los que hablan “bien” acumulan estatus, y su manera de hablar, dada su posición social, se reproduce como la ideal. En resumen, nuestra relación con el lenguaje es parte de un axis, es inseparable de nuestra actividad cognitiva y nuestra participación social. En nuestro lenguaje expresamos nuestra experiencia humana, social, lo universal y lo particular de nuestras vivencias. Una vaina profunda y trascendental. Por eso, será que “decansai ei veibo!” da paso a una liberación cognitiva y una activismo social inclusivos, paridores de una sociedad más justa y saludable?