El bombardeo contra posiciones del gobierno sirio ordenado por el presidente Trump, y al cual se unieron Francia y Reino Unido, debe analizarse en dos perspectivas: la de la política interna estadounidense y la del juego de ajedrez que escenifican en Medio Oriente, por un lado, Estados Unidos, Arabia Saudita e Israel, y por otro, Rusia e Irán. A su vez, estos actores, en función de su peso específico internacional, arrastran otros jugadores secundarios como Turquía, Líbano, Irak, monarquías del Golfo Pérsico, kurdos y la propia Unión Europea (encabezada por Reino Unido y Francia, dos miembros con poder de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU). Toda vez que la superpotencia emergente China mira de cerca lo que ocurre en Siria. Con lo cual, el sirio es un conflicto de escala mundial.

De todos esos actores el más determinante, por su poder de fuego y presencia mundial, es Estados Unidos. Dicho lo cual, vayamos a entender los condicionantes de política interna que determinan, según nuestro análisis, las decisiones del presidente Trump ante el conflicto sirio. Estados Unidos enfrenta un proceso de gran inestabilidad interna. La crisis financiera de 2008, con su alto coste social, demostró a un gran sector de jóvenes críticos e informados, y a una parte de la clase media, que las élites de Washington no gobiernan para las mayorías sino en favor de los lobbies multimillonarios que ponen y quitan políticos en el Congreso y Casa Blanca. Una distancia muy grande se abrió, tras formidables movimientos como el Ocuppy Wall Street, entre la gente común y las élites dirigentes dejando el sacrosanto sistema de representación estadounidense muy en entredicho; puesto que se comenzó a asumir que éste es insuficiente para garantizar justicia e igualdad en el país más rico del mundo. Bernie Sanders y Donald Trump fueron las dos respuestas políticas a este problema. Los sectores sociales, y sobre todo culturales, que los impulsaban explican pues un nuevo Estados Unidos que ya surgió.

Que Donald Trump haya ganado la presidencia significó culturalmente el triunfo del americano blanco por sobre la multiculturalidad, y ascendente poder de las minorías, que representó Obama. Con ello, no hizo sino aumentar la tensión interna en este país porque hay dos fuerzas chocando frontalmente: la idea de país blanco, anglosajón, culturalmente puritano y basado en la voluntad (histórica) del hombre blanco que representa Trump; y el país multicultural y multirracial de minorías que serán a final de siglo mayorías. El aumento de incidentes de violencia racial –donde jóvenes negros asesinados por policías blancos han llevado la peor parte- es resultado de esto. Una crispación racial que, en un país construido sobre un genocidio blanco contra indios y negros y el ideal de “superioridad blanca”, está a merced de cualquier detonante para erigirse en, posiblemente, conflicto violento generalizado. Esta crisis interna condiciona una presidencia Trump que, mediante el viejo ardid de la guerra y el “enemigo” exterior, busca apaciguar estas tensiones exportando inestabilidad interna al resto del mundo.

Por otro lado, Trump, cuando era candidato, manifestó que admiraba al presidente ruso Vladimir Putin. Y, al parecer, cayó en la trampa del brillante Putin al permitir –o ignorar- que personeros del Kremlin infiltrasen su equipo de campaña. Ya en la Casa Blanca, el mismo FBI que otrora Trump alabó por develar el historial corrupto de Hillary Clinton anunció el “Rusiagate” que tiene a las puertas de un proceso de destitución al propio Trump. Porque si se prueba que el presidente se confabuló con Putin para que hackers rusos expusieran las corruptelas de Hillary, constituiría delito grave al haber permitido que un actor extranjero interviniera en la política interna estadounidense. En las manos del fiscal Mueller está demostrarlo lo cual acabaría con un Trump destituido y cerca de la cárcel. El caso de la actriz porno Stormi Daniels, quien acusa a Trump de mentir acerca de la relación extramarital que sostuvieron en 2006, también podría conducir a otro proceso de destitución. Ello si se prueba que Trump mintió a agentes federales cuando dijo que no la conocía. El caso gira alrededor de las declaraciones del ex abogado privado de Trump a quien actualmente mantienen acorralado agentes del FBI.

Así, hay dos procesos internos que tienen la presidencia reaccionando, sin posibilidad de iniciativa, frente a unos poderes mediáticos que le declararon la guerra abierta a Trump desde el inicio de su mandato. ¿Qué relación guardan estos casos con Siria? El poder real en Estados Unidos lo ejercen varias élites que, si bien tienen intereses internos y externos contrapuestos en muchos casos, se cohesionan cuando de los intereses geopolíticos del imperio se trata.

La élite militar, con su perspectiva de largo plazo y sentido histórico, es la que cohesiona estos grupos y les traza líneas. Los militares son un poder estabilizador dentro de la maquinaria imperial. Esa élite militar es anti-rusa por antonomasia. Ideológicamente formada en los paradigmas de la guerra fría, detesta a Putin por su política de contención del poder militar norteamericano en el mundo. Cuando Trump cae en horas bajas, con varias de las otras élites apuntando a su destitución, los militares son los que, en nombre de la estabilidad e imagen geopolítica del imperio, le protegen. Empero, a cambio, le exigieron que se distancie de Rusia. No es, por tanto, de extrañar, que, conforme avanzaba la debilidad interna de Trump, éste fue asumiendo posiciones más duras contra Rusia. Atacando intereses rusos en todos los frentes posibles. Sobre todo en Siria donde Putin apuesta por la permanencia de El Asad. El bombardeo de Trump sobre Siria es parte de una lógica interna de sobrevivencia.   

En términos de Medio Oriente, en la guerra siria se dirimen tres cosas fundamentales: el enfrentamiento Irán contra Arabia Saudita, intereses de Israel y el conflicto histórico-religioso entre chiíes y suníes. A su vez, estos tres elementos involucran de manera trasversal otros actores e intereses. Haciendo de este conflicto uno en extremo complejo. Irán y Arabia Saudita son dos potencias regionales cuyos intereses se juegan en el terreno sirio: los iraníes precisan mantener en el poder a El Asad, de confesión chií, para asegurarse un aliado y posicionarse entre países árabes –los iraníes son persas- como una potencia estabilizadora y militarmente capaz de solucionar conflictos. Los saudíes quieren ser la potencia suní y única de la región a base de sus petrodólares para proyectarse más allá de sus desérticos confines. Los primeros aliados de los rusos y chinos; y los segundos de norteamericanos, europeos e israelíes. El islam suní wahabita impulsado por saudíes, en tanto proyecto religioso, político e histórico, es aliado ideológico y estratégico de los grupos extremistas –ISIS y otros- que combaten a El Asad en territorio sirio. Entra, en este aspecto, Israel puesto que por su condición histórica de paria frente a los enemigos árabes que le rodean, precisa que Siria no sea una potencia regional y que en el mundo árabe, entre chiíes y suníes, combatan entre sí para que se debiliten. De ese modo, forma con saudíes y extremistas islámicos un tridente con intereses comunes en el conflicto sirio.

Estados Unidos apoya Israel y Arabia Saudita. Los saudíes compran armas a norteamericanos y europeos. Dos semanas antes del ataque occidental contra Siria, el príncipe heredero saudí, Mohammed Bin Salmán, visitó los tres países que bombardearon siria. ¿Y por qué bombardear? Porque El Asad, con el apoyo aéreo ruso y terrestre iraní, está a punto de ganar la guerra a los extremistas. Entonces, lo atacan ahora para debilitarlo diplomática, económica –con más sanciones y bloqueos- y militarmente. Con ello, alargan la guerra siria lo cual es la ficha de juego de Estados Unidos, Israel y Arabia Saudita; estos tres países pueden aguantar un conflicto extenso mientras que el gobierno sirio no. Irán y Rusia tampoco disponen de la legitimidad – ¿impunidad?- internacional ni el factor económico para estar en guerra mucho tiempo. Extendiendo la guerra, estos tres aliados buscan que una Siria devastada, y unos iraníes y rusos exhaustos, lleguen en situación de debilidad a la mesa de negociaciones. Y así, tengan que ceder posiciones.

Esa es la estrategia de fondo de los bombardeos. De ahí que, tras la visita del belicoso príncipe saudí a Estados Unidos, Francia y Reino Unido, de momento hayan aparecido las armas químicas…Y con ello la justificación internacional para atacar. Un juego macabro y perverso. Porque mientras estos actores internacionales juegan su ajedrez sobre terreno sirio –ni rusos ni iraníes ni El Asad son tampoco unos santos- siguen muriendo niños sirios sin saber ni por qué los matan. Sigue ese pueblo viviendo un infierno en su propia tierra.