Con la ejecución de Jean Carlos de León, Cacón, uno de los supuestos involucrados en la muerte del teniente coronel Pedro de la Cruz,  la policía Nacional, de nefasto pasado y ominoso presente, volvió a escenificar otro más de los  asesinatos  que le son tan propios y a los que las autoridades gubernamentales, encabezadas por el señor Presidente, Danilo Medina, asisten anestesiados, dándolos no solo por ineludibles, sino como recomendables, tal cual más de una vez ha externado el Cardenal, por ejemplo -siempre con los desaciertos que les son característicos-.

O unos muy honorables legisladores, que debían ser un poco más cautos, a la hora de aconsejar que se le de “pa’bajo” a los delincuentes, no vaya a ser que aparezca un desquiciado, que tome la sugerencia muy literalmente y comience la masacre por ellos, lo cual, imagino yo, sería una pérdida irreparable, que dejaría inconsolables por lo menos a las botellas de las nominillas y a los beneficiados con los barrilitos.

No parece que los abusos y crímenes de la policía, que le han costado la vida a miles de jóvenes de los estratos sociales pobres, (y que han mutilado a más) merezcan la preocupación, y menos la alarma, de esos funcionarios, llenos de prístinos valores cristianos, que campean en la administración pública.

Y tampoco avergüenzan en exceso  a los muchos "cientistas" sociales, sociólogos,, politólogos, antropólogos, datólogos, mierdólogos, antropófagos;  ni a muchos catedráticos, historiadores, periodistas, animadores culturales, artistas -muy sensibles, todos ellos- y algunos magníficamente formados, informados y dotados.

La indiferencia o justificación de los excesos y abusos contra los demás, aunque vivan en una galaxia tan lejana, como una clase social más pobre y aunque supongamos que son delincuentes, no nos conviene

No impactan a los muchos peritos en leyes y especialistas en derecho -incluyendo al muy docto ex-Presidente Leonel Fernández- que pasean su profunda y profusa prosapia,  por  escenarios internacionales o rimbombantes podios criollos,  mientras en el país que han gobernado y gobiernan y al que han saqueado y saquean, se registran las barbaries más flagrantes, alimentadas tanto por lo que han hecho, como por lo que han dejado de hacer y ejecutadas por las autoridades que debían proteger a la gente, dentro de lo establecido por las leyes y con garantía de los derechos.

La consecuencia inmediata del asesinato de Jean Carlos de León, sin hablar de derechos humanos, ni de reparos morales, ni de la ilegalidad y brutalidad del episodio -porque todas esas son consideraciones demasiado sofisticadas para un entorno tan primitivo, que las autoridades policíacas se solazan y regodean en su condición de pandilleros sanguinarios- es que probablemente se perdió la posibilidad de esclarecer por completo el asesinato del Teniente Coronel Pedro de la Cruz.

Si realmente Jean Carlos de León, estaba involucrado en el crimen,  con su muerte es más difícil, quizás imposible, saber si el asesinato del oficial fue encargado por algunos de sus colegas en el cuerpo del orden. O si el macabro servicio fue solicitado desde el litoral de la justicia o desde cualquiera de las plataformas delictivas que se apoyan en la policía.

Hay menos datos disponibles para determinar si De León fungía de sicario en una organización pequeña o grande y  si esta actuaba completamente al margen de la policía, o si ocasionalmente era subcontratada por algunas de las mafias que operan dentro de la institución.

Tampoco se sabrá si el interés expresado por el jefe de la policía de que el sospechoso no se entregara, fue un caso de correspondencia con la mentalidad de un  matón vengativo delirante, que chapoteando en la sangre derramada impunemente, por el vicio del abuso, las veleidades del capricho o las urgencias de los negocios, salió a desafiar y amenazar en público, no como el jefe de la policía de una democracia con un estado de derecho, sino como el jefe de carniceros de un matadero público. O si esa precipitación en callar al presunto ejecutante no era tan espontánea.

Es un estilo con suficiente continuidad y precedentes para llamarse Escuela, con acápites como el encabezado por el general Jaime Marte Martínez, jefe de policía durante el gobierno de Hipólito, que aparte de darle continuidad a la tradición de las ejecuciones, durante su gestión, la policía no sabía que los carros que hallaban extraviados tenían que devolverse a sus dueños, así que los oficiales se los autoasignaban y los distribuían entre familia, allegados y amistades.

El caso llegó a los tribunales y el general y los oficiales que encabezaban ese desorden fueron absueltos por jueces que tienen que ser iguales que ellos.

No es corta la lista de jefes de policía -uno de ellos proveniente de las Fuerzas Armadas- con cientos y miles de ejecuciones bajo su responsabilidad -y con la responsabilidad, anuencia y complicidad del correspondiente presidente de la república-.

De tiempos recientes se pueden señalar varios verdugos que hicieron fama con los esmeros en su oficio: Candelier, hoy  caído en una semi-desgracia, que no es completa porque todavía no ha tenido que rendir cuentas de los crímenes cometidos durante su administración.

Guzmán Fermín, alias “El Cirujano”, que de haberse dedicado a escribir libretos para obras de teatro de Broadway -como la que montó con el joven “secuestrado” y un reo esposado, asesinado bajo custodia- se habría hecho más rico de lo que se hizo con sus  amistades con los dinámicos y prósperos empresarios españoles Del Tiempo, hoy en momentáneo retiro, y también muy allegados a Leonel Fernández, que fue quien le dejó por más tiempo y de forma más consciente, la soga suelta a los policías asesinos en serie, post-Balaguer y en época de la explosión de las drogas y el ejercicio de sicario.

En ese salón de la fama de la truculencia, del espanto y de lo atroz, hay que guardarle su sitial de honor al al actual responsable, José Armando Polanco Gómez. Su cementerio es de lo más populoso. Hace tiempo que rebasó el millar.

Si a alguien le quedaba alguna duda sobre  la veracidad del desgarrador informe de Amnistía Internacional, sobre los asesinatos y torturas de la policía, estos fueron despejados por los vídeos y fotos disponibles en Youtube y en diferentes redes, algunos proporcionados por Nuria Piera, donde se muestran los abusos, los crímenes y las ejecuciones extrajudiciales, hechos que abochornan y embarran a los policías profesionales, correctos, eficientes, buenos y decentes que hay en esa institución, a pesar de que las mafias y los criminales tienen el control de ella.

Y si con eso no basta, siempre se puede acudir a las declaraciones del propio jefe de la policía, Polanco Gómez, recomendando a un sospechoso (posteriormente asesinado) que no se entregara, porque él prefería salir de caza, como efectivamente hizo.

Las ejecuciones de la policía, ni siquiera están tipificadas en el ordenamiento jurídico dominicano, sino que cuando un raro caso llega a los tribunales, (el 89.9% queda impune) se juzga como un homicidio común y sin ponderar ni el agravante del status del victimario, ni el papel de la institución como alentadora de los crímenes, ni la responsabilidad del gobierno y del Presidente, que conocen la situación y no la enmiendan.

No tiene que ser un problema de Derechos Humanos, que se desprecian tanto como se desconocen.

Ni de justicia, institucionalidad y estructuras organizadas, que con eso limpiamos la tubería de aguas negras; ni del resquemor religioso ante el supremo pecado de tomar una vida humana, sin que sea en defensa propia, porque nuestros  valores religiosos siempre pueden acomodarse flexiblemente, como uno de esos tampones del periodo menstrual.

Ni de democracia y derechos ciudadanos, que en esos los que menos creen, son quienes presiden la primera y garantizan y establecen los segundos.

La brutalidad policial debe ser detenida y penalizada, no porque es lo correcto, porque como correcto eso tal vez le importe a una minoría; sino porque nos conviene.

Si no somos capaces de considerar el problema como sociedad con cierto grado de civilización; talvez tengamos éxito si lo ponderamos desde nuestra condición de fieras -sin ánimo de ofender a las fieras, que no actúan por codicia y siempre están adornadas por la inocencia-.

Prolongar el desenfreno sanguinario de la policía, no nos conviene.  Desmantelar las leyes, en vez de fortalecerlas, no nos conviene. Cederle al discernimiento de la policía, el escuálido derecho a la justicia, no nos conviene.

Tolerar que una pandilla de asesinos  aplique una pena de muerte, que no está contemplada -ni debe ser admitida- en las leyes, tampoco nos conviene. Tener una policía que multiplica la delincuencia y la violencia y frivoliza y festina  el asesinato alevoso, premeditado y con acechanza, no nos conviene.

La indiferencia o justificación de los excesos y abusos contra los demás, aunque vivan en una galaxia tan lejana, como una clase social más pobre y aunque supongamos que son delincuentes, no nos conviene.

El impacto, más temprano que tarde, llegará a nosotros. De hecho, ya llegó. Y ahora hay que desmontarlo.