Hay dos preguntas en la Encuesta Gallup que está publicando el periódico Hoy cuyos resultados deben poner a reflexionar bastante a los dominicanos, particularmente a su liderazgo político e intelectual. Son las preguntas cuyas respuestas se muestran en la primera página del periódico del pasado miércoles 11, en que se inquiere a la ciudadanía sobre cuáles son los tres problemas principales que tiene el país, y sobre cuáles tres le afectan más directamente.
En ambos casos la gente percibe como mayores problemas el alto costo de la vida, la falta de energía eléctrica, el desempleo y la delincuencia. Nada de esto es de extrañar pues, en realidad, son grandes problemas. Lo que sí extraña es la baja proporción de dominicanos que confiere la misma valoración a la precariedad del sistema educativo y a la corrupción.
Entre los problemas del país, las dos terceras partes colocan los altos precios entre los primeros lugares. Poco menos de la mitad coloca en esa categoría a los apagones, el desempleo y la delincuencia. Después se mencionan otras carencias o fuentes de preocupación. Pero sólo el 13.4% dice que la educación es uno de ellos y el 11.9% dice que la corrupción administrativa. Al ser preguntados cuáles problemas les afectan directamente, sólo el 12.1% mencionó entre los tres primeros la mala educación y apenas el 6.7% la corrupción.
Es increíble la diferencia de percepción entre el pueblo dominicano y la opinión que se tiene en el resto del mundo sobre nuestro país. En casi todos los ranking que elaboran organizaciones internacionales, recurriendo a mediciones estadísticas, a encuestas o a la opinión emitida por expertos, académicos e inversionistas, se colocan como los dos problemas mayores de la República Dominicana la corrupción y la mala calidad de la educación. Eso no indica que se desconozcan los demás problemas, que también aparecen en los rankings, pero no como primeros.
Esto significa que, a pesar del hermoso movimiento que se ha gestado últimamente entre la sociedad civil para presionar al gobierno a que mejore la educación, el de los paraguas amarillos, todavía sigue siendo la iniciativa y el esfuerzo de una minoría. Y mucho más minoría aún el movimiento en contra de la corrupción. Lo peor es que normalmente se trata de la minoría a la que menos le afectan esos problemas, la que menos necesita la solución.
La población más pobre tiene tantos otros problemas de qué preocuparse, que confiere mucho menos importancia a la educación y la corrupción. Lo que no sabe el pueblo es que la mala educación y la corrupción están en el origen de los demás. Que si hace algunas décadas hubiera puesto en primer lugar esos dos, probablemente no tendría esos otros que tanto le afectan hoy. O los tendría en una escala mucho más reducida, porque está claro que con los grados de educación y de corrupción prevalecientes en el país, no va a haber solución al alto costo de la vida, ni a los apagones, ni al desempleo ni a la delincuencia.
Esta percepción ciudadana tiene una larga historia, y eso lo saben los políticos. Si tuviéramos en el país políticos con verdadera vocación de estadistas, actuarían sobre la realidad tal como es, independientemente de la percepción ciudadana, e incluso tratarían de modificar tales percepciones. Pero como el interés es usar la política para sacarle beneficios personales, lo que se hace es aprovecharse de esa circunstancia.
El liderazgo político dominicano conoce al dedillo lo que piensa la gente, y en función de qué se mueven los votantes. Los grupos de presión no son su problema, salvo en la medida en que puedan alterar la percepción ciudadana. Sólo eso explica todo el tiempo que nuestro actual Presidente dedicó de su discurso el pasado 27 de febrero a intentar convencer al país (a una parte) por qué no había necesidad de dedicar un presupuesto mayor a la educación.
Por eso van y vienen gobiernos y el esfuerzo en educación sigue siendo tan ridículo. Y eso explica también por qué la corrupción es cada vez más profunda y difundida, la impunidad tan generalizada y los escándalos de corrupción rebotan de un despacho al otro hasta que un nuevo escándalo lo haga olvidar.