El populismo, como forma de hacer política, se manifiesta con mayor intensidad desde la oposición. Pero, a pesar de ser mayormente un fenómeno de oposición, no es contradictorio decir que el populismo puede llegar al poder. (Müller, 2018: 42). El populismo es una forma de hacer política dentro de ciertos parámetros, pero, al momento que el partido o movimiento llegue al poder – en cierto sentido – las cosas cambian, es decir, el movimiento o partido puede terminar siendo radical, conservador, reformista, o progresista-liberal. 

Una vez en el poder, movimiento o partido político populista presenta varias características. Primero, el movimiento se inserta en la clase política dominante, élite o establishment, es decir, los revolucionarios de hoy son los conservadores de mañana (H. Arendt, 2017). La diferencia con la élite socavada es que mantienen “el vínculo” de representación o contacto real con el pueblo. Segundo, la política populista mantiene el antagonismo – amigo/enemigo – (Laclau, 2005) o la agonística – aliado/adversario – (C. Mouffe, 2014). La política del populismo es la confrontación, que no es per se incompatible, por ejemplo, con el liberalismo (Ruíz Soroa, 2018), pero las distinciones se basan en cómo se llevan a cabo o qué tan lejos llevan las confrontaciones. Tercero, existe una relación “pasivo-agresiva” con la institucionalidad, dependiendo si se trata de un régimen presidencialista o parlamentario, que puede impregnarle una inercia a la potencia populista (Cf. Vallespín & Bascuñán, 2017) del recién llegado al poder, o bien crear tensión debido a una “crisis” real o fabricada que lleve hasta los límites la pared institucional que la nueva fuerza no puede penetrar. Cuarto, en este sentido, con independencia del extremo del espectro político del que se manifiesta el populismo, el momento populista desde el poder tiene un impacto que supone – de una manera u otra – la transformación de las instituciones (Enyedi, LSE Blog, 2018).

Estas características son trasversales a toda manifestación populista en ambos extremos del espectro político. Pero, si el momento populista persiste al llegar al poder, debe observarse cómo responde a la oposición, opositores no-políticos, el equilibrio institucional y el poder político existente. Teniendo todos estos parámetros a la mano, estamos en condiciones de evaluar cómo el movimiento o partido político que se apoya en un momento o política populista se comporta al llegar al poder desde el extremo más vinculado a lo democrático-republicano como a su extremo de nacional-iliberal populista. A continuación, veamos como manifiesta esto.

En el entramado populista democrático-republicano, el gobierno intentará reformar profundamente las instituciones sin llevar a una ruptura. Distinguirá entre el pueblo y los demás, pero sin considerar a la oposición como enemigos sino como adversarios, es decir, sin deslegitimarlos como contendientes al poder. Necesariamente, para poder llevar el discurso contra los de arriba al convertirse en el nuevo “establishment” o casta, debe llevar a cabo profundas reformas para ello, si tiene el apoyo político adecuado, lo hará bajo sus propios términos o dentro de la inercia que supone el consenso democrático existente. Como ejemplos se pueden citar a Podemos (España), en su momento Syriza (Grecia), en cierto sentido Ciudadanos (España), o el impacto de la democracia radical que representa Alexandría Ocasio-Cortez (E.E.U.U.), o bien Iñigo Errejón (España) (evidentemente, con estos ejemplos habrán muchos desacuerdos).

Al otro extremo, el populismo, como forma de cuestionar o moldear el orden institucionalidad, lo hace de manera total que produce la ruptura en dicho orden para aprovechar e imponer el suyo. El populismo profundiza el antagonismo y el desmonte institucional contra la cual hizo, hace y hará campaña. A pesar de estar en el poder, el movimiento permanece en campaña permanente contra “los otros”. Se vale de la institucionalidad existente para reducir su efectividad al entender que la misma va en contra del pueblo o de una serie de valores homogéneos; utiliza ese lenguaje del liberalismo clásico y del neoliberalismo que en la medida que tome las decisiones beneficia a los de abajo en contra del enemigo interno que provoca la “crisis”.

Esta clase de populismo en el poder entiende que existe un enemigo interior y exterior que afecta a la colectividad y que la identidad se diluye ante estos peligros de la modernidad. En ese sentido, procede reconstruye un “nuevo” estatus quo en base a expropiaciones arbitrarias, acumulación de poder, reformas estructurales profundas y el uso de poderes excepcionales o emergencia,. Sus fracasos, cuando deciden reconocerlos, son el producto de una fuente externa o de la oposición que son obstáculos hasta el punto de deslegitimizarlos o tildarlos de traidores. Este quehacer político populista nunca abandona el cuestionamiento de la institucionalidad existente o explota los límites que la institucionalidad coloca.

El análisis de la administración del presidente Trump es interesante al respecto. Como sostiene Fukuyama – no sin razón – la presidencia de Trump sería una prueba para las instituciones estadounidenses (Politico, 2016). Por ejemplo, en su discurso inaugural dejó entrever que con su llegada “la masacre americana ha terminado” l, para luego declarar “el día nacional de la devoción patriótica”. Parte de su discurso populista de separación y antagonismo se configura entre los que son leales o no a él, evidente en los primeros meses de la administración. Poco a poco su administración comienza a personificarse a su alrededor, pero si inmediatamente alguien obtiene mayor protagonismo, se queda fuera (como Anthony Scaramucci, como ejemplo extremo).

Este antagonismo se incrementó contra la oposición, que ante cualquier crítica o reclamo, desde Trump hasta Kellyanne Conway, les recordaba que ya las elecciones han pasado. El presidente Trump aprovecha los mítines para atacar a la oposición o contrincantes del mismo partido con calificativos que los tildan de  “pro-fronteras abiertas” o poco americanos. Cuando las cosas no salen como él espera, el presidente Trump se descarga a través de la red social Twitter, incluso contra sus propios miembros de la administración, por ejemplo, Rex Tillerson y Jeff Sessions, llegando hasta aislarlos o excluirlos como al General John Kelly.

El crear “crisis” o declaraciones controversiales, le da la oportunidad de trazar la línea contra los opositores o los pocos leales al país. Esto, por ejemplo, llevó al cierre de gobierno por no aceptar el Congreso la dispensa de más de mil millones de dólares para la construcción del muro. Además, amenazó con declarar una emergencia nacional, lo cual recientemente hizo, para poder trasladar recursos de otras agencias del gobierno central y tener el financiamiento para la construcción del muro. La optimización de la supuesta “crisis” lo ha llevado incluso a desprestigiar a jueces que han impedido la implementación de la medida, así como hicieron con el veto migratorio, o que se atreverían a escuchar casos respecto a su declaración de emergencia.

Algo similar puede ser visto en otros lugares, donde esta clase de populismo – una vez en el poder – tienden a ser totalitarios. Por ejemplo, en el régimen chavista y de Maduro, a través de los años, se ha desarrollado de tal forma que no ha hecho más que acaparar la totalidad del poder; tal es el caso de la acumulación de poder en la persona del ejecutivo, así como la gran influencia de este sobre el Tribunal Supremo de Justicia, más la deferencia de la Asamblea Nacional con el reconocimiento en múltiples ocasiones de poderes extraordinarios, el movimiento populista . Otros tienden ser más antagónicos con sectores específicos de la sociedad, a propósito de la tensión entre opositores y gobierno la presidencia de Correa (Ecuador), sobre todo contra los periodistas y opositores contra los cuales el Presidente Correa se defendía con constantes demandas por difamación.

Como vemos, la forma de hacer política de los movimientos o partidos populistas adquieren distintas formas en la oposición o bien cuando llegan al poder. Es posible trazar elementos comunes entre los movimientos o partidos populistas cuando se encuentran en la oposición, pero, en el poder pueden variar significativamente de manera o solo en ciertos aspectos. Por ello es pertinente considerar que el momento populista no se disuelve una vez alcanzado el poder, mucho menos el movimiento o partido que se valió del mismo, sino que se transforma sea para adecuarse – relativamente – a lo existente propugnando cambios, o simplemente llevando a cabo las propuestas planteadas contra los enemigos del pueblo. Como se desenvuelve el momento populista del movimiento partido en el poder depende mucho de las circunstancias de una determinada comunidad política. Pero, como indicamos más arriba, existen parámetros que nos permiten examinar al gobierno populista en el poder que no solo ayuda como una forma de control ciudadano a favor de una democracia republicana, sino también para aprender a evitar que se profundicen las causas por las cuales emerge nacional populismo o el populismo iliberal como opción electoral.