La reacción de mucha gente frente a la decisión en el caso Emely, donde una persona que no calificaba como cómplice de un horrible asesinato fue sancionada como encubridora, ateniéndose los jueces a las definiciones legales y a las pruebas presentadas, no obstante el clamor popular que exigía una condena similar a la del autor principal, nos revelan lo profundo que ha calado en el alma dominicana el mal del populismo penal. A pesar de que una parte importante de la prensa ha felicitado a los jueces por no sumarse al clamor publico y limitarse a aplicar estrictamente la ley, lo cierto es que las turbas digitales no han cesado de atizar el fuego de la indignación infinita de quienes, en defensa de la víctima, exigen condenas al margen del Derecho.
Y es que el populismo penal es movido por la “euforia por la víctima”, que conduce a que autoridades y sociedad civil se coaliguen para convertir la persecución penal en una guerra civil, donde no existe ninguna libertad para el justiciable y no importa lo que diga la ley, produciéndose así la paradoja de que organizaciones civiles dedicadas a la defensa de los derechos humanos se muestran tan insensibles ante la necesidad de proteger los derechos de los acusados frente al poder punitivo del Estado que aplauden descarada y obscenamente el desacato a la ley, con tal de castigar a los presuntos culpables. Son organizaciones bipolares: de día defienden los derechos y, de noche, aplauden su violación.
Esta lucha por la pena a cualquier costo, este fetichismo penal, este optimismo frente a la pena, esta defensa de la razón penal del Estado, esta moderna cacería de brujas, esta creencia de que la violencia puede ser combatida con la violencia, tiene como víctimas principales a los más pobres y vulnerables, aunque, por la necesidad de lograr no tanto la igualdad ante la ley como si la igualdad ante el atropello, ricos y poderosos eventualmente pueden quedar atrapados en sus redes.
El populismo penal, mediante una mala ponderación jurisdiccional, verdadera “alquimia interpretativa” que resulta en un “maltrato constitucional”, puede volver trizas incluso una legislación procesal garantista, haciendo que las medidas de coerción se vuelvan penas anticipadas sin juicio, que sean ordinarias en lugar de excepcionales, que se impongan aun no exista peligro de fuga de sospechosos e imputados –sobre la base de un evanescente y etéreo “peligro social”-, y que, como medida de coerción, se imponga únicamente la prisión preventiva, bajo el predicamento de que “sin preso no hay proceso” y que solo los jueces que excarcelan o descargan son sancionados.
Aquí juegan un rol fundamental los medios de comunicación y las redes sociales, amplificando el miedo social y difundiendo un Derecho penal simbólico, que condiciona a policías y fiscales, constriñéndolos a encontrar culpables favoritos, dentro de los sospechosos habituales, para resolver así en 24 horas lo que en países desarrollados es el caldo de cultivo ideal para novelas y series televisivas de detectives fundadas en crímenes irresueltos. En este contexto, el deber de los juristas, no es propiciar el populismo penal sino contrapesar sus inherentes pulsiones autoritarias, mediante una ciencia jurídica critica que contribuya a consolidar una cultura jurídica y política constitucional y garantista.
El populismo penal nuestro ha subsistido, incluso, sin necesidad de modificar el Código Penal, ese cuerpo legal que, en realidad, no es más que el compendio de “los fracasos de una sociedad”. Al juez populista dominicano le ha bastado con el uso de la analogía mala partem, es decir, en contra del reo, con lo que se castigan conductas no previamente establecidas por el legislador, recurriéndose a tipos legales similares para imponer pena o distorsionando las instituciones de la autoría y la imputación. Esto está prohibido en los artículos de la Constitución 40.13 (“nadie puede ser condenado o sancionado por acciones u omisiones que en el momento de producirse no constituyan infracción penal o administrativa”; 40.15 (“a nadie se le puede obligar a hacer lo que la ley no manda ni impedírsele lo que la ley no prohíbe”); y 74.4 (“los poderes públicos interpretan y aplican las normas relativas a los derechos fundamentales y sus garantías, en el sentido más favorable a la persona titular de los mismos”), de donde se deduce que la ley penal es de interpretación restrictiva y que se prohíbe el uso de la analogía y la interpretación extensiva de la norma penal, salvo que favorezcan a la persona imputada o la que cumple condena.